Empezamos con esto en otoño de 1995, hace exactamente catorce años. Por entonces yo tenía aún 27 y Héctor Libertella 49 años. Fue él quien me propuso sentarnos a escribir a dos manos (nunca entendí por qué muchas veces se dice “a cuatro manos” ¿es que existen tantos ejercicios ambidiestros?). El método era raro, porque si bien comenzamos con diálogos improvisados, estos diálogos eran escritos. Héctor escribía un párrafo, me lo pasaba, yo escribía el mío, se lo pasaba. Y todo esto en tiempo real, sentados uno frente a otro. Aunque después abdicamos del estilo dialogado, insistimos con el método. También grabamos charlas con la premisa de reescribirlas tanto (cambiando nuestras interlocuciones) al punto de volverlas irreconocibles. Escribimos tres libros así: “La Diversión” (un fragmento fue publicado en la revista Tokonoma, en 1999), “Arte y literatura” y “Juan Moreira entre elefantes”, que en verdad, aún siendo otra cosa, es el germen de la que sería su obra final: la tan emocionante y póstuma “Arquitectura del Fantasma”.
El Bajo de la Ciudad de Buenos Aires. Cielo plomizo. Las calles se abren y cierran al ritmo de la caminata lenta: Paraguay, Reconquista, San Martín, la cortada Tres Sargentos. Casi no circulan autos y se adivina en el aire húmedo la omnipresencia del río.
Cippolini: Bueno, hoy es el séptimo día, el de descanso, nuestro shabat. Un día igual a hoy alucinaste un canto gregoriano que salía de una iglesia, mientras caminabas por estas calles del bajo, ¿no?.
Libertella: No me acuerdo, no.
C.: Cerca de la librería Galatea.
L.: ¡Galatea, sí, claro! Pero en realidad todos los días parecían sabáticos. Era el tiempo lentísimo de la calle Viamonte en los años sesenta. Era un corte brusco, un vértigo. Vos salías de Florida, doblabas por Viamonte y aparecías en la Edad Media, automáticamente y sin mediaciones. Ibas hacia ese enorme monasterio, hacia la iglesia frente a donde ahora está el rectorado de la UBA. No pasaban autos, no sé por qué, porque calle había y empedrada, creo, en ese tiempo, te estoy hablando de principio o mediados de los sesenta. ¿Cómo se produce eso? ¿Cómo uno puede doblar una esquina y meterse en la Edad Media? En Europa me ocurrió, pero ahí todo es viejo y está decorado para sostener esa forma. Conviven el barrio moderno, en Barcelona, con el gótico y el Coliseo con los monoblocs en la periferia de Roma. ¿Pero cómo yo en la esquina de Viamonte y Florida, donde se mezclaban bares, boliches como el Jockey, la editorial Sur, la esquina de Nueva Visión con sus lámparas hipermodernosas, cómo yo ahí experimentaba un clima Edad Media? ¿Por qué el tiempo cambiaba hasta mi manera de caminar? Mis pasos me convertían en un jubilado de la Edad Media. Me llevaban a librería Galatea, y me pasaba horas mirando esos volúmenes en francés. Iba un poco más allá y estaba la universidad con su viejo edificio. Enfrente el convento éste y no pasaban autos. ¿Qué es esta burbuja de tiempo que se produce en ese lugar y en ese momento? No entiendo. Ahí el tiempo me hace un rulo en la cabeza.
C.: El tiempo hizo su propia antología y en esta antología había otra lentitud.
L.: Una antología que, en los sesenta, me eligió a mí como personaje. ¿Estoy diciendo que la Edad Media me eligió como protagonista circunstancial?
C.: Pensar que Juan Terán escribió: “América es Europa sin Edad Media”.
L.: Hay mucha Edad Media cuando me meto por Viamonte y experimento, en plena Buenos Aires de los rumorosos sesenta (con el Di Tella, con las minifaldas y los hippies) ser un caballero andante con mis pasos pesados. Sin duda es otra velocidad que te produce el andar del cuerpo adentro de una armadura. Tendría que haber escrito mis libros de aquella época no al calor de Florida, sino al de Viamonte. Hubieran salido mucho más morosos y maduros. (Brisas y brisas.)
C.: Pero vos tenés también tu momento medieval con esas tremendas catedrales en medio de la pampa, en Aventuras de los Miticistas.
L.: El castillo de los Luro, en La Pampa, es cierto. Pero quizás es porque lo medieval nos da la idea de una prosa que merece ser lenta, sin autos ni aviones. Y en esa época estaba con una prosa un poco acelerada, ritmo años sesenta, los sixties, los Rolling, gritos y gruñidos. Y el monje medieval.
C.: Que se disfrazaba de Mick Jagger. (Silencio.) El monje de Lewis a punto de hincarle el colmillo al muchacho de Londres. Vos recordaste, también, en el prólogo a El nuevo relato argentino, algo muy interesante que cité después en mi charla sobre el gótico: “La edad de Drácula es la edad de la Tradición. Los dos tienen quinientos años”.
L.: Quinientos años, sí. Ahí coinciden el primer Cronista de Indias y la edad de Drácula.
C.: Entonces, el primer cronista de Indias pudo haber sido Drácula que quiso hacer un viaje de polizonte en La Niña o La Pinta. Le da la edad, que es la edad de la Conquista.
L.: Claro que sí, porque chupó la sangre directamente. Los españoles no sabían si los indios tenían alma, pero sí sabían que tenían sangre. Y Drácula, detrás de ellos, como yo, monje detrás de Mick Jagger.
C.: Todo sigue igual. Vos me hablabas hace un tiempo de la literatura como estimulante y del último reducto del lector en una imagen: un hombre - o una mujer - clavándose en las venas una lapicera Parker.
L.: El icono último de un lector años noventa. Una imagen que no deja de ser un poco medieval y un poco alquímica. No sé, se me ocurre ahora. Es el pinchazo, la letra heroína. Volvemos a Drácula y la sangre de los indios. Vení, te invito a un cafecito. (Algo ocurre dentro del bar con el grabador que Cippolini lleva colgado al cuello. Con los cables, las pilas. Como del fondo de una taza de café emerge la voz entrecortada de Cippolini, completando algo que se perdió para siempre.)
C.: …y en cambio me refería al escritor abandonado a su propio holograma. Al comodín massmediático que toma la forma de Isabel Allende, por ejemplo. Los medios parecen mediatizar cada día más, como reyes midas electrónicos que convierten en producto mediático aquello que tocan. ¿Lady Di? Pero ¿qué es un producto mediático y qué es un efecto de literaturización descentrada?. Sabato es nuestro escritor mediático por excelencia y en estos días el libro se ubica en lugares antes inverosímiles, sacudiéndose la literatura de a poco.
L.: No tengo ni idea de cómo funciona la literatura fuera de la literatura. De hecho es así, se expande, se transforma; pero me pierdo y no le puedo seguir el rastro; el fantasma de la forma del libro que está por todas partes me confunde. Es una zona muy rara. Me llama la atención lo que decís y me deja pensando.
C.: Es que es así: la literatura termina por producir fuera de ella misma. El caso típico es Puig, que hasta parece haberlo previsto (en el music - hall, el cine, el video, el teatro contemporáneo). O Walsh: multiplicado en muchísimos ensayos políticos.
L.: Sin embargo existe un último fondo, impenetrable, un círculo de tiza caucasiano, una última embestida libidinal donde Drácula sigue hincando el colmillo, como hace quinientos años y más y más. Antes, incluso, del Gilgamesh. Es la larga historia de amor de los patógrafos, de los enfermos de la letra, que nunca va a terminar. La historia de los poseídos. Un discurso y un diálogo en contínuo, como el nuestro. (Uno de los mozos del bar los espía a unos metros de distancia.)
C.: Un discurrir peripatético. Nos cansamos de hablar sentados y hoy decidimos caminar.
L.: ¡Qué increíble! Acordate que discurso en su etimología más antigua quiere decir caminata, paso. Discurrir es pasar, una actividad pasatista.
C.: Cada minuto somos más patéticos que peripatéticos, en realidad.
L.: (Haciéndose el que no escuchó.) …y dis - curso sería lo que va traspasando, lo que va pasando. Si se perdió aquella primera acepción, por uso, costumbre o desgaste, tendríamos que volver a ella: exigirnos caminar, correr por los pasadizos del Bajo.
C.: Por el bajido.
L.: ¡Ah, sí! ¡Por la etapa sublime del vagido! ¿Qué dirimís vos en los sonidos de un vagido? Cuando un bebé llora, ¿qué entienden los padres?. ¿Le duele algo o está pidiendo comida? ¿Cómo discernís dentro del vagido el tipo de interlocución que uno establece con los demás? Yo me pasé la vida escribiendo como si llorara o al revés, y mis padres no entendieron nada.
C.: Debo confesar que ignoro la semiótica del vagido.
L.: ¿Cómo discernir qué audiencias inventa un vagido? Porque un vagido inventa, dispone, clasifica audiencias.
C.: Me emociona, ¡es el nacimiento de la lingüística!.
L.: Y también es el momento del dios Pan con su flauta. ¿A qué da nacimiento Pan con su flauta? ¿Qué es eso? ¿Da nacimiento a la literatura o a la música? Creo que él inventa el pánico de un momento silencioso. Sea en literatura, música o pintura. Un momento de suspenso, un molde hueco a la espera de esos efectos de sentido que nosotros, como estúpidos, reclamamos para vivir en sociedad. ¿La literatura en el fondo no es una especie de vagido si la comparamos con el discurrir comunicativo de los medios?
C.: Es un mecanismo perverso para atraer a las moscas. Como la obstetricia. Pero entiendo el movimiento de tu lógica: después del nacimiento viene el vagido. Inmediatamente, el crecimiento, el puré que le damos al bebé. Un bebé rodeado de moscas sobre el puré. (Con un gesto de fastidio aplasta insectos que medran alrededor de su pocillo de café.)
L.: Me estaba acordando de algo que escribió Germán García, no sé si para Literal, no me acuerdo. “De boca abierta salen moscas”.
C.: Las moscas a partir de ahora tienen que estar siempre en nuestras conversaciones. Conversaremos en barrios y bares llenos de moscas. Ya sabés: mi ex - libris es una mosca.
L.: Decime, Rafael, ¿se puede saber qué estás escribiendo en esa servilleta?.
C.: Nada concreto. Es casi un listado de todo lo que hablamos en estas charlas. Fijate: Extravagancia / Lentitud / Pintura y literatura / Lunáticos / Decoración y soporte / La rima y sus remeros / Los objetos del teatro / La transbiografía / Hegel / La santidad del jugador/ El modisto Armani / Coleccionistas / La gota de Hahnemann / El crióleo / El papel billete / Imbéciles, neonatos, dementes seniles / El tokonoma / El vagido. ¿Cómo te suena?
L.: Es todo un Tratado de la Nada, ¿no?. La nada que anonada (Pide el cuarto café.) ¡Pero eso es todo un Indice! ¿Por qué no lo ponemos en la tapa? El libro como si fuera un guante dado vuelta, un guante del revés. Parte de lo de adentro que se ve afuera.