de Héctor Libertella
Zettel significa ficha, esto es, catalogación, resguardo de datos.
Pero por sobre todo refiere a un modo eficaz de ordenación de la información.
Algo así como un mapa de consulta táctil, un mapa en pequeños capítulos o entradas.
Sobre todo, ubicación y síntesis. Como si fuera una enciclopedia personal y comprimida. Un álbum de tanteos. Notas, apuntes clasificados.
Lo que recuerdo como origen (sin dudas uno de los tantos puntos de partida para llegar a Zettel) es una extensa charla (el adjetivo redunda: no recuerdo conversaciones con Héctor que no hayan sido extensas) en su oficina de editor de Ediciones de La Urraca, en el edificio de la calle Venezuela.
Fue poco después de que Héctor cumpliera los 50 años, en la primavera del 95. Yo seguía absolutamente fascinado con Arno Schmidt y no paraba de hablarle de los elementos de trabajo del narrador alemán. Del altillo donde resguardaba sus cajas de zapatos repletas de fichas. No se trata de nada demasiado original. Antes había visto fotos de Sábato en su estudio con otras cajas (no sé si de zapatos) pero con fichas muy similares.
Le pasé entonces fotocopias de un artículo de Peter Ott sobre Schmidt y sus zettels, publicado en uno de los números de la revista Espiral, de editorial Fundamentos.
A Héctor no le interesaba nada Schmidt pero sí su metodología, sus modos de dar orden.
Pensemos en lo siguiente. El escritor Libertella se comportaba de modo muy similar (me atrevería a decir: idéntico) al clarinetista Libertella que él mismo encarnaba. Es más, en cuestiones estrictamente metodológicas, el clarinetista siempre llevó la delantera con respecto al escritor.
Escribí (y hasta creo que publiqué) no hace mucho una analogía: el escritor Libertella como un músico que, cierto día, decide abocarse a la interpretación de un único tema, de una sola composición, desplegándola en infinitos covers. Versiones, versiones y más versiones de lo mismo. El clarinetista Libertella se limitaba a no más de seis o siete canciones (entre ellas, siempre el hit del Jibarito Rafael Hernández, esto es, su incondicional Lamento Boricano), desandándolas en incesantes liftings sonoros.
Que Wittgenstein le resultara más atractivo que Arno Schmidt fue previsible: Schmidt, al fin de cuentas, era un narrador. Un narrador joyceano, si se quiere, pero narrador después de todo.
Y lo cierto es que, en esta década que está comenzando a terminar, Héctor no parecía tan interesado en la narración (en los modos de narrar) como en las condiciones de ficcionar. En otras condiciones de ficcionar. En otros “tráficos de imaginarios”.
Si a principios de los ochenta, viviendo en el DF mexicano, ya insistía en narrar teorías como si fueran cuentos y teorizar como quien ficcionaliza, desde la aparición de El árbol de Saussure (aunque por cierto antes), teoría y autobiografía comenzaron a fusionarse más y más en su escritura. Salvo un western, tan fabuloso como inédito, y unas breves historias de monos piloteando supersónicos aviones de combate, en los últimos siete años de su vida lo que seguía siendo narración era sólo footing de reescritura. La novedad (esa nueva rama que comenzaba a despuntar en su incesante Árbol de las Transformaciones) provenía del ensayo. Aunque por gusto y diversión a veces denominara “novelas” a sus ensayos.
Lo repitió en más de una oportunidad: “reescribo porque no soporto al que aún sigo siendo”. Por eso mismo el clarinetista Libertella entusiasmaba tanto al escritor cuando leía (y luego editaba) las memorias ajenas de López Ruiz, Piazzolla, loco, loco, loco (una autobiografía con otro protagonista diferente al narrador). Me leyó más de una vez fragmentos en los que Piazzolla se quejaba de la monotonía de ejecutar una y otra vez el mismo tema, de la misma forma.
Por esto Zettel es El Árbol de Saussure en otro estado. Es El Árbol de Saussure entremezclado con otros cuatro o cinco libros que reescribía simultáneamente. Digo escribía y debería decir “jibarizaba”. Como cuando muy serio me confesó: “Ya le quité más de veinte páginas. Ahora se llama “El Bonsái de Saussure”.
El último Libertella (sus últimos avances más allá de las infinitas reversiones) es un Libertella entregado a fichas, a papeletas, a zettels. Su unidad nunca fue la frase (a esta altura queda bien claro que detestaba el aforismo) sino el párrafo. “Ya no una línea, sino un precioso dibujo”.
Zettel, como no podía ser de otra manera, ya había mutado en El Bazar de todas las cosas del mundo, precioso libro objeto realizado a dos manos con su cómplice de siempre, Eduardo Stupía.
Es cierto: Héctor, al menos desde que lo conocí a fines de los ochenta, invariablemente pensaba en obras completas. De hecho, fue él quien tituló la ópera inconclusa que también a mediados de los noventa escribíamos junto Sergio Pángaro y Alfredo Prior. Me dijo: “pónganle Operas chinas completas. Los espectadores van a pagar su entrada creyendo que se compraron toda una tradición”.
Pero hagamos una vez más zoom sobre su noción de Obras Completas. Para Libertella (para el escritor y el clarinetista) éstas no eran más que una base de eyección. Un formato tan contaminado como las autobiografías ajenas y las teorías ficcionadas.
Más estrategias para seguir haciendo literatura justo ahí donde, de tan incierta, se vuelve imprescindible.