Tan corto el amor, tan largo el olvido, hoy en Ñ
“El amor de verano es una especie en extinción”, me comenta un amigo cuando lo pongo al tanto del propósito de esta nota. “Es un molde arrasado. Los atractivos que pudo haber tenido resultan casi invisibles y agotados para más de una generación”.
Confieso, la afirmación no me toma por sorpresa ¿el amor de verano existe más allá de la anécdota promocional del espectáculo o este último lo canibalizó por completo? ¿Algo más allá de una estrategia de simulación?
¿Puede vivírselo de un modo diferente?
Pasemos por alto por un momento los titulares y tapas de las revistas ¿de qué hablamos cuando nos referimos al amor de verano? ¿Nos referimos a una fatalidad, a una situación deseable?
Incluso en las tesis más pesimistas (pienso ahora en Espectáculo y Sociedad, de Jean Duvignaud o en las por demás glosadas invectivas de Guy Debord) algo subsiste de la experiencia no mediatizada (ni siquiera me animo a escribir “resiste”). Siendo así ¿en qué consisten las supuestas ruinas de estos modos amorosos?
¿Hasta que punto permanecen descontaminadas de su construcción mediática?
Aclaremos: el amor de verano no debería confundirse con el amor fugaz, precisamente porque verano, en este caso, parece aludir más al transcurso de una estación que a un escenario climático. Hablamos de un tipo de relación que se sostiene en un plazo medio. Como aseguraba Héctor Libertella, siguiendo a Roland Barthes: “el amor tiene su sistema regulado por el tiempo, como las modas”. Los cronistas del espectáculo lo saben de memoria: un amor de verano jamás se sintetiza mediante una fotografía, sino que invariablemente reclama un relato (aunque breve) y por entregas. Idas, vueltas y tantísimos divinos detalles y conjeturas. Para los titulares, el condimento ideal siempre es el escándalo, aunque todos sabemos que éste no es más que un juego retórico. Se reinventan y reiteran sus modos como se actualiza y vuelve a citar cualquier fashion de temporada.
Groucho Marx se preguntaba “¿por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?”. No es nuestro caso: el amor de verano tiene todos o casi todos los ingredientes de un romance. Si el desenlace ya está escrito y taxonomizado de antemano (sabemos que no prosperará) no así las instancias, pues de eso se trata: de observar cómo se ocupa (amorosamente) un período de tiempo.
Está escrito en ese molesto invento titulado la Ley de Murphy (cito de memoria): “Es amor cuando la mujer no consigue lo que buscaba y el hombre encuentra lo que no esperaba”. El verano transcurre antes de que sobrevenga el cansancio, que todo lo diluye. Neruda supo escribir: tan corto es el amor y tan largo es el olvido.
En tiempos en que las redes sociales de la denominada web 2.0 transforman la intimidad en espectáculo, los amores de verano imitan más y más el pulso de los blogs y fotologs: fragmentos de un diario íntimo al alcance de todos. A diferencia de lo que escribió hace cinco siglos Lope de Vega, el amor de verano parece tener tan fácil la entrada como la salida. La intensidad (lo inolvidable), se expande entre estos extremos.
En El Primo Pons, de 1847, Balzac interroga desde uno de sus personajes ¿cómo no enamorarnos si conocimos París juntos? La ciudad ayuda, pero es precisamente la experiencia del recorrido la que hechiza. El cine multiplica los ejemplos (recordemos Un amor en Florencia de James Ivory o bien Antes del amanecer de Richard Linklater): en todos los casos el amor de estación –sea la que esta sea- requiere del ocio, lo reclama. Las ciudades aportan ese otro clima, pero los enamorados invariablemente moldean su amorío en las bondades del tiempo libre. Si es de viaje, aún mejor.
Con esto quiero decir: el amor de verano rara vez toma por sorpresa. Es más: el ocio se justifica en esa búsqueda, en ese anhelo. Y si asombra, es porque alcanza un más allá de la inevitable predisposición para avanzar en una nueva aventura.
El ocio al que me refiero no es privativo de una clase social, pero sí de una época determinante. En este sentido el amor de verano que describo es, en cada uno de sus aspectos, un amor moderno. Los lazos culturales y estéticos entre la forma amorosa y la dimensión laboral resultan por demás significativos.
Martín Legón, joven artista argentino, reflexiona en un mail en el que me envía las imágenes que acompañan estas líneas: “Si vamos a las fuentes del arte y del verano, no hay nadie como Manet ¿de qué otra cosa nos habla sino del amor del verano? En su obra todo es tan frugal y efímero como los quince días hábiles que conseguís si todavía tenés la suerte de conseguir trabajo, vacaciones y aguinaldo. Incluso pueden ser recuerdos de todos esos amores de verano aquellos que pintó en los indestructibles jarrones que realizó antes de morir (para mí lo mejor de su obra por lejos).”
Coincido en todo: en ese tiempo en el cual la seducción se confunde (y potencia) con el ocio, la pasión dura lo que perduran mentalmente las vacaciones.
Así de simple: no hablamos sino del hábito de concebir las vacaciones como una experiencia amorosa.
Es exactamente esta predisposición sobre la que se monta la industria del espectáculo. Es tan obvio que verano y vacaciones devienen sinónimos en nuestros imaginarios como la multiplicación de los romances de parejas de receta en tanto sobreextendido consumo.
Vivimos en una época en la cual la experiencia no sólo imita al espectáculo sino que se entremezcla definitivamente con él.
En su libro Fans, blogueros y videojuegos, de reciente publicación en castellano, Henry Jenkins, fundador y director del Programa de Estudios Mediáticos Comparados del Massachussets Institute of Technology (MIT) narra las alternativas de una historia amorosa de su hijo homónimo con Sarah, una chica de un estado lejano luego de meses de idilio en la web. De manera similar a como sucede con el consumo cultural, los protocolos (estoy tentado de escribir “las plataformas”) del amor mutan, pero algo sigue persistiendo en sus formas. “En el ciberespacio no tienen cabida los gestos ambiguos que caracterizaban los primeros y desmañados cortejos de otras generaciones. (…) El lenguaje del amor cortés surgió en circunstancias similares: amantes distantes que ponían por escrito lo que no podían decirse en voz alta”. El amor de Henry Jenkins Junior seguramente fue lo que aún denominamos amor de primavera, o sea, aquel que implica siempre la inocencia, la inmensa ingenuidad del amor adolescente. Su brevedad oscila al ritmo de los cambios hormonales y a la adaptación –o inadaptación- de las relaciones sociales que se disfrazan muy rápidamente con los ropajes del destino.
Escribí recién que el ocio que conforma al amor de verano no constituye un privilegio de clase. Necesito aclarar: cada ritual de clase le imprime su perfil. Me gusta recordar a la novelista Angela Carter cuando afirmó: “Aunque la relación erótica parece existir libremente, en sus propios términos, entre las relaciones sociales distorsionadas de una sociedad burguesa, de hecho, es la más autoconsciente de todas las relaciones humanas, una confrontación directa entre dos seres cuyos actos en la cama están absolutamente determinados por los que realizan fuera de ella.” Una vez más es el arte quien se adelanta a la sociología.
Si el amor de verano se define por sus desmesuras, estas sin dudas serán otras. Baudelaire definió al amor como un crimen que no puede realizarse sin un cómplice, pero lo cierto es que el amor de verano raramente es trágico: así de intenso es su halo recreativo. El amor de verano vende muchísimas revistas, pero escasa literatura. La narrativa con pretensiones artísticas infaliblemente prefiere las relaciones trágicas, aunque en tantos casos el conflicto en cuestión pueda antojársenos banal.
Isadora Duncan creía que el amor puede ser simultáneamente un pasatiempo y una tragedia, sin embargo lo que suele distinguir al amor veraniego es cierta condición de souvenir. Ni más ni menos: no es otra cosa que un amor-souvenir, persistentemente leve, aparentemente sin urgencias.
Aún así casi siempre obedece a un plan, ya no identificado con la capacidad y voluntad de enamorarse, sino más exactamente la de desenamorarse. Amor ceñido desde el vamos a límites temporales precisos (estacionales), el “no va a durar” resulta clave en su status. Ese parece ser su pacto o contrato. Y ningún otro resulta ser su encanto. Una vez más, su mimetismo con las vacaciones resulta nodal: una relación que rehúye o deja entre paréntesis toda sombra de obligación. Lo mismo que en cualquier idilio, la brevedad se impone en toda su potencia. Tal como suele decirse, el amor eterno dura dos o tres meses. Y para nuestra suerte podemos vivir varias de estas eternidades: cada temporada necesita renovar el stock de amores, ya en su casting, sus remakes o locaciones.
Ahora bien ¿por qué creo estar de acuerdo con mi amigo cuando intuye que el amor de verano, en el más allá de las prosopopeyas del espectáculo, es una especie en extinción? Necesito repreguntarme ¿pueden las relaciones amorosas sustraerse de las transformaciones de intercomunicación, de percepción temporal y de alteración de lo que entendíamos por intimidad que la web instala progresivamente en los que son nuestros más recurrentes hábitos? No soy el único que experimenta la sensación de que el movimiento es doble: si los modos del amor, interacción digital mediante, cada vez parecen acercarse más a las ligeras oscilaciones del amor de verano, éste último parece desprenderse más de sus imperativos de estación.
En un futuro cercano ya demasiado parecido a nuestros presentes ¿seremos capaces de diferenciar uno de otro? ¿Será demasiado irresponsable y fantasioso observar diversos síntomas de doble fagocitación?
La intimidad también devoró al espectáculo.
Quizás terminemos por darle la razón al cada vez más vintage Premio Nobel Jacinto Benavente: "No hay sentimiento que valga; el amor es una ocupación como otra cualquiera."