En el verano boreal de 1986, en el número 17 de su revista Weirdo, Robert Crumb publicó otra de sus versiones historietísticas de los mitos más corrosivos del siglo XX; esta vez fue el turno de La experiencia religiosa de Philip K. Dick, narración que da cuenta del profético instante en el que el autor de Confesiones de un artista de mierda conectó por primera vez con lo que luego bautizaría VALIS (sigla de Vast Active Intelligence System o Sistema de Vasta Inteligencia Viva), visión apocalíptica en la que la esquizofrenia y la revelación se fundían insolublemente.
Esto sucedía en Fullerton, California, en marzo de 1974. Muy poco después de esa alucinación demasiado vívida de un paseo por las catacumbas de la Roma Imperial, Dick descifró un urgentísimo mensaje transmitido mientras escuchaba Strawberry Fields Forever: la voz de Lennon le advertía que la vida de su hijo (entonces un bebé) corría peligro. Es más, le proporcionaba un diagnóstico preciso: “la tara de nacimiento de tu hijo está en peligro. Tiene una hernia inguinal que ha reventado y penetra el la bolsa escrotal”. A riesgo de pasar por lunáticos, Dick y su mujer llevaron a su hijo al hospital y, como el lector ya lo adivina, pudieron intervenirlo a tiempo. Emmanuel Carrière también describe minuciosamente el episodio en su biografía del escritor.
Si Los Beatles fueron indudablemente el soundtrack de una época y de varias generaciones, lo cierto es que su frondoso imaginario poblado de tantas fabulosas figuras hace un buen tiempo que modela el casting de nuestro inconsciente colectivo. Capas y capas de escenas en las que entran en contacto muchísimos artistas, científicos, filósofos, dementes y criminales. Casi cinco años antes del “episodio VALIS” y no tan lejos de allí, el imaginario beatle ya había producido estragos en el ritual de muerte de Sharon Tate.
Los detalles de la historia del asesinato de la mujer de Roman Polanski y sus invitados resultan tristemente célebres: los fanáticos seguidores de Charles Mason grafitearon con sangre las paredes de la mansión haciendo alusión a canciones del cuarteto inglés. No mucho antes, Mason había reinterpretado la letra de Helter Skelter (tema de Paul McCartney del Álbum Blanco, de 1968) como un mensaje profético: el inminente inicio de una salvaje guerra civil de los negros contra los blancos.
Una década y media más tarde, los miembros de Sonic Youth (que alguna vez se definieron como “Los Beatles de una dimensión paralela”) dedujeron de este hecho el nacimiento de toda una cultura de la que el mismo nombre de un artista como Marylin Mason da cuenta.
Hace años Luis Chitarroni me dijo que estaba convencido que desde mediados del siglo pasado no existía mayor mitología que la generada por las culturas rock y pop, en las que toda la literatura beatle (los personajes, escenarios y situaciones que pueblan sus obras) se erige como el mayor punto de cruce del que tengamos noticia. En todo momento, infinitas tramas culturales de los últimos cincuenta años atraviesan ese núcleo que no hace más que crecer. Si un teórico como Marshall Berman aseveró que el “fenómeno beatle” sería hoy imposible debido a la expansión estilística y de audiencias que comenzaron a multiplicarse desde la separación del cuarteto, cuando nos encontramos con un disco como el recientemente editado Who Killed Sgt. Pepper? de Brian Jonestown Massacre, entendemos hasta que punto no se trata sólo de melodías y otros sonidos.
Si existe un inconsciente rock/pop es porque indudablemente existe un inconsciente beatle. Ese inconsciente traspasa tanto a personajes de ficción como Sam Dawson, el retrasado mental interpretado por Sean Penn en la película I Am Sam, que moldea su vida de acuerdo a un horizonte beatle, tanto como a un homínido de la especie australopithecus afarensis de 3,2 millones de años de edad, cuyos restos fueron descubiertos en Etiopía ocho meses después del episodio de Dick, y bautizados por el paleoantropólogo Donald Johanson con el nombre de Lucy, en honor a la protagonista de la famosa canción de John Lennon Lucy in the Sky with Diamonds
Si escenas como las narradas en She’s Leaving Home (Ella se fue de casa) reaparecen remozadas en el rock argentino en temas como Laura va (1969) de Almendra y 4 AM (1999) de Babasónicos, la presencia psicodélica de una calle de Liverpool como Penny Lane resurge como apodo de una seductora groupie encarnada por Kate Hudson en Almost Famous (Casi famosos), película de inspiración autobiográfica del ex periodista de la revista Rolling Stone Cameron Crowe. Hasta Peter Jackson utilizó una silueta de la banda de Ringo en los sesenta como temible presencia en una furgoneta en su salvaje ópera prima, Bad Taste. La materia del mundo beatle prolifera, muta y se resignifica sin descanso.
¿Efectos del cosmopolitismo pop? Experto en cultura convergente, Henry Jenkins nos cuenta que el Proyecto Global de Audiencias de Disney testeó la circulación de sus productos en 18 países y descubrieron que en 11 de ellos el 100% de los encuestados había visto al menos una película de su factura y que “muchos de ellos habían comprado un amplio repertorio de productos complementarios”.
Los Beatles, que pueden competir holgadamente en estos parámetros, ponen en escena una gran paradoja: si tenemos más información sobre ellos que sobre cualquier otro artista contemporáneo (¿cuántos pueden jactarse de poseer una crónica diaria de su carrera, como la realizada por Barry Miles con el título The Beatles: A diary. An Intimate Day by Day History, publicada en castellano como Los Beatles, día a día?), a pesar de la saturación no dejamos de sorprendernos y deleitarnos con nuevos efectos y repercusiones de su leyenda.
Por empezar, hubo muchas presencias beatle simultáneas. Pasemos revista solamente a algunas. En septiembre de 1965 comenzaron a proyectarse sus aventuras de ficción en dibujos animados (The Beatles Cartoon). Los más memoriosos recordarán, incluso antes, las tempranas actuaciones -en julio de 1964- de The American Beetles en Canal 9, una banda de imitadores que aprovechando la poca información de la época y las dificultades económicas para traer a los originales, tuvieron su momento de éxito en Argentina y Uruguay, incluso más tarde en España. A diferencia de las tantas bandas-tributo posteriores, que desde todos los puntos del planeta centran su performance en el homenaje (de las cuales en nuestro país existen ejemplos como The Beats, Los DuraBeat, The Shouts, Danger Tour, Nube 9, The Beetles 4sale, On Sale, The Beaters, The Beladies y The Silvers, entre otros) sus clones estadounidenses fueron promocionados como si se tratara de los mismísimos fab four.
No asombra demasiado si tenemos en cuenta que los primeros singles de la banda fueron publicados entre nosotros con el título de Los Grillos, tal como consta en “A, B, C, D, Paul, John, George y Ringo”, libro de Lewi, Chilavert, Sanmartino y Ravelo que reconstruye las primeras ediciones de sus discos en Argentina. Nada más precioso para la buena salud del inconciente beatle que las patologías culturales (malintencionadas o no) que el fanatismo propone. Ellos reinventaron el mercado: si los pioneros fans estadounidenses fueron los protagonistas de una de las primeras películas de Robert Zemeckis (I Wanna Hold Your Hand, conocida en castellano como Locos por ellos, 1978), un ciclo se cierra con la terrible historia de Mark Chapman, el asesino de Lennon, que también posee su propio biopic (Chapter 27, de Jarrett Schaeffer, 2007).
Antropológicamente, las preguntas clave en el tema podrían formularse del siguiente modo: “¿de qué modo te influyeron Los Beatles? ¿De qué modo determinaron tu cultura?” y lo cierto es que, en tiempos de nuevas tecnologías, toda la data que conocíamos terminó por simple disponibilidad multiplicándose con más versiones personales, conjeturas, paranoias y delirios, cada uno de los cuales vuelve a resemantizar en mayor o menor medida nuestra “percepción beatle”. Basta con teclear en el buscador de Youtube la frase “Paul is Dead” para contabilizar cientos de videos dedicados a un episodio por demás bizarro y peculiar, la más difundida teoría conspirativa de la cultura pop. Dos meses después del citado asesinato de Sharon Tate, dos estudiantes de la Universidad de Michigan, Fred Labour y John Gray, publicaron un estudio en el cual afirmaban que Paul McCartney había muerto en un accidente automovilístico en noviembre de 1966, y a partir de ese momento había sido reemplazado por un doble.
Desde entonces, hasta el más mínimo gesto real o ficticio de los integrantes de la banda pudo ser entendido como una pista que acercaba a los interesados al centro mismo del secreto. Acertada o no, parcial y/o tendenciosa, ninguna mirada más incisiva que la de un paranoico. Volviendo a las preguntas-clave tratamos de indagar en la construcción de la amenaza ¿por qué cuatro músicos resultaron para tantos culturalmente tan peligrosos?
La respuesta social más obvia podría deducirse de lo que aprendemos viendo el documental USA vs. John Lennon (de David Leaf y John Scheinfeld, 2006) donde vemos al cantante y guitarrista componer una canción, Give Peace A Chance (Dale una oportunidad a la paz) y luego a una multitud sumando a miles y miles de manifestantes coreándola en contra de las políticas de Richard Nixon (esa y otras intervenciones similares tornarían más dificultosa y retrasarían en mucho la obtención de la green card para el beatle, que ¿contradictoriamente? tanto ansiaba la ciudadanía estadounidense).
Sin embargo, sigue siendo en lo viral y por lo tanto incontrolable de sus imaginarios y mitologías en donde se concentra su potencia. Al fin de cuentas estos acrecientan y hacen proliferar muchas tradiciones que se dieron cita en las obras de Los Beatles: de Lewis Carroll a los beatniks, del avant-garde al folk, de las músicas del mundo al pacifismo, un sobreextendido catálogo que aún sigue fermentando en nuestros cerebros y induciendo los más disparatados efectos.
Publicada hoy en Ñ.
Nota de apertura de Jorge Fondebrider.