Hace días que, con el grupo de Cyberculturas 98,5 % hablamos sobre basura tecnológica. El dato impregna, porque cuando habitualmente nos referimos a cultura o teoría trash linkeamos más con cierta idea de baja industria, de producto devaluado y menos con ese uso en default de lo obsoleto.

El estado de obsolencia es sintáctico, contextual, y siempre operativo: se desencastra un elemento, se lo aparta de un sistema. Lo paradójico es que internet presenta la obsolencia como información cultural que incluso sube su oferta con respecto al dato historiográfico: el museo vuelto espectáculo. Buscamos los otros pasados, hacemos arqueología para los costados.
La edición de elementos obsoletos, en mi experiencia, fue siempre polémica. No por gesto, más bien por recepción. Sin embargo, me sería muy difícil recordar un solo ejemplo en que los efectos no hayan sido beneficiosos. Claro, el riesgo de operar sobre lo obsoleto es la complicadísima reivindicación nostálgica.
Por esto, la obsolencia no nostálgica es tan indigerible. ¿Cómo hacemos para sobrevivir en un universo en el que nada se da definitivamente de baja?
Esto es, un estado del mundo en el que todo se redirecciona.