miércoles, 3 de junio de 2009

Mitología, épica y creación pop en tiempos de la Red


por Wu ming 1 y Wu Ming 2

Si echamos un vistazo a las relaciones entre narración y patrimonio mitológico en la Grecia antigua, desde la invasión dórica a la edad clásica (más o menos del siglo XII al IV a.C.), podremos ver que los mitos tienen carácter plural y policéntrico. La versión más conocida de cada episodio coexiste y se entrecruza con muchas versiones alternativas, cada una de ellas desarrollada en una de las diversas comunidades del mundo griego, cantadas y transmitidas por los aedos locales. Aedos que no forman una casta cerrada, a diferencia de cuanto sucede en las civilizaciones más al oriente: los rapsodas griegos no son los depositarios exclusivos de la facultad de narrar y transmitir, ni quienes seleccionan -autorizados por un poder central- las versiones "oficiales" de cada historia. La civilización que surge tras la caída del mundo micénico es (literalmente) un archipiélago de ciudades-estado, el poder está fragmentado y no puede garantizar la unicidad del saber ni condensar el imaginario en su beneficio. Las historias comienzan a modificarse y diversificarse, a ramificarse y entrecruzarse.

Por eso la mitología griega tiene una sola koiné pero "miembros dispersos", algo que no sucede en otras tradiciones. Hay un núcleo central en gran parte compartido (macroacontecimientos como la Titanomaquia, la Gigantomaquia, la empresa de los Argonautas y la Guerra de Troya), y luego una nube de ramificaciones, manojos de contingencias en intersección. Miles de lagunas inciden en el desarrollo de las historias, a menudo encontramos a los mismos dioses y semidioses en lugares y tiempos incompatibles entre sí.


En diversos filones narrativos, en el mismo período en que realiza los doce trabajos, Heracles encuentra tiempo para cumplir otras hazañas: combate contra los Centauros, libera a Prometeo, lucha cuerpo a cuerpo con Ares, mata a Busiris, etc. Como sea estas aventuras se pueden ubicar en los espacios entre un trabajo y otro, y de alguna forma mantienen cierta coherencia, pero también nos han llegado historias imposibles de ubicar, como la participación en la expedición de los Argonautas o el entierro de Ícaro caído del cielo. Heracles es protagonista de decenas y decenas de peripecias divergentes o encajadas a fuerza sobre el cuerpo central de su historia, lo que demuestra su gran popularidad en un mundo plural y diversificado.

Este es solamente uno de los ejemplos posibles: casi todos los personajes de los mitos griegos (y son millares) se mueve en un gran juego de referencias. Aparte, de la Ilíada se desprendía un gran ciclo épico que hoy se ha perdido: además de la Odisea, existían otros nóstoi (poemas sobre los regresos al hogar de los héroes de Troya). Dioses del Olimpo y repatriados de Ilión eran protagonistas de otros tantos episodios, que con mucha probabilidad se cruzaban y trastornaban otras historias.
Tal como los conocemos, los diccionarios de mitología clásica son vertiginosos hipertextos, y quizás sea la herencia más importante que nos han dejado los aedos: un precedente que ayuda a mirar en perspectiva y entender mejor la actual narración transmedia alimentada por la Red.


El escritor Giuseppe Genna a menudo incita sus colegas - al menos a los que siente más cercanos a su sensibilidad - a considerar las propias narraciones como nóstoi de un gran ciclo épico potencial, único y múltiple, coherente y divagante.
Muy bien, bonita propuesta, pero ¿por qué? ¿Por qué hay que recrear el modelo homérico - típico de la cultura oral - en una época digital hecha de pantallas, fibras ópticas y gigabytes? ¿Es que alguien te obliga?
En primer lugar, los lectores. La edad de la participación, favorecida por Internet, está modificando el ADN del consumidor. Ante un producto, ya no hay una simple respuesta binaria comprar/no comprar. Podemos expresar nuestra opinión, gracias a un formato estable (scripta manent) y accesible.
En los últimos cincuenta años, la televisión nos ha gastado una extraña broma, haciéndonos creer que el público de masas es pasivo por definición y sólo un nicho puede ser creativo. Por el contrario, en la actualidad cada vez más lectores ensayan la interacción con un texto y con quien lo produce, fenómeno que hasta ahora estaba reservado a los fans de ciertos géneros literarios, principalmente la ciencia ficción.

Sin embargo, la introducción en la literatura de un modelo homérico y de participación procede con mayor dificultad que en otros campos. John Tulloch, un investigador inglés, durante más de diez años ha entrevistado a dos grupos de fanáticos distintos - los de Star Trek y los de Chéjov - haciéndoles preguntas sobre los personajes de sendas narraciones. Las respuestas de los trekkies variaban mucho de un aficionado a otro; las de los chejovianos eran uniformes, previsibles, poco íntimas. Pues qué raro: ¿la cultura popular no era una apisonadora que allanaba las diferencias? ¿y la cultura elevada no debería empeñar el cerebro en vertiginosas elucubraciones?


Indudablemente hay un problema de enfoque. Consideramos a los clásicos - y en general la Literatura - más sagrados e inviolables que una serie televisiva. Muchos aman a Chéjov, pero ninguno de ellos se comporta como un fan. En su ensayo Highbrow/Lowbrow: The Emergence of Cultural Hierarchy in America (Harvard University Press, 1990) Lawrence Levine describe el proceso que ha llevado la obra de Shakespeare del suelo al cielo en un siglo. De ser cultura viva - y por tanto, objeto de modificaciones, recuperaciones y relecturas continuas - a formar parte de un museo polvoriento. De un texto que se podía amar sin mediaciones a un texto sagrado que sólo un sacerdote puede enseñarte a apreciar. Lo mismo podría decirse de las obras de Verdi, Wagner y muchos otros.
Existe toda una categoría de aficionados que practica el nitpicking, es decir, fijarse en cada detalle de una ficción desde el punto de vista técnico: físicos en ciernes que buscan las explicaciones más factibles para la ciencia ficción de Battlestar Galáctica, estudiantes de medicina que indagan la verosimilitud de Doctor House, etc.
En literatura esto sucede raramente. Tal vez el enfoque depende del contexto: estamos acostumbrados a considerar una novela como algo acabado y definitivo. Un edificio a visitar, pero no para vivir.

Si se cambia el contexto, puede cambiar el enfoque. Una prueba es la lista de distribución The Wondering Minstrels. Quien la administra envía a los inscritos una poesía al día (pero también pueden ser textos de canciones, rap y similares). Quien la recibe puede hacer un comentario - frecuentemente asociado al modo en que los versos influyeron en su jornada - o bien enviar una poesía para el archivo. El resultado es una comunidad que se confronta y discute, entrelazando competencias diversas, sobre Lorca y sobre Eminem, en una manera que un aula de bachillerato no podría reproducir.


También hay una discriminación perceptiva: los fans no parecen ser gente seria. Son irracionales, los conocemos de cuando íbamos a la escuela, eran los que se compraban coleccionables y cromos, que conocían la filosofía vulcaniana pero no la primera conjugación. Estaban dominados, adoctrinados, impregnados como esponjas por su pasión, y por lo tanto, eran un poco tontos. Hoy son diferentes, aunque en realidad ya eran diversos, la Red solamente ha exaltado ciertas características: los fans son críticos, partícipes, creativos y vitales. Y sobre todo: ya no son un nicho. Son la punta del iceberg de una sensibilidad cada vez más generalizada.

sí pues, si los narradores queremos producir una cultura viva tenemos que comprender esta sensibilidad e incentivar intercambios e interacciones. ¿Qué hacer?
Acabamos de ver la primera indicación: cambiar los contextos. Sacar las historias de los libros, transformarlas en cómics, cortometrajes, páginas web, lecturas, conciertos de rock, videojuegos. La paleta del narrador de historias nunca ha tenido tantos colores, ¿por qué tenemos que seguir usando sólo uno?
La segunda indicación no puede ser otra que: crear mundos, como decíamos en el segundo artículo de esta serie. Henry Jenkins, profesor del MIT y autor de Convergence Culture, sostiene que el comportamiento de un fan es una extraña alquimia entre fascinación y frustración. La mitología griega es tan compleja porque al encanto de las historias principales se unía la frustración por detalles no aclarados, personajes secundarios demasiado sacrificados, ramificaciones posibles pero apenas esbozadas. Pues bien, un mundo nuevo te fascina pero siempre es imperfecto e incompleto, y por tanto genera la sana frustración que empuja a completarlo y a menudo a mejorarlo.


Luego se necesita estar abiertos a diversas aportaciones, para valorarlas en el mejor modo. Si un aficionado de La guerra de las galaxias filma su propio episodio del ciclo, ¿cómo tendría que comportarse Lucas Art? ¿Tiene que bloquearlo? ¿Tiene que dejarlo hacer siempre que no gane dinero con ello? ¿Tiene que decidir en base a la calidad del producto? ¿O las consecuencias que podría tener sobre el futuro de la saga?
Asimismo hay que facilitar el "código fuente". Para interactuar con una historia y participar en su narración, no basta leerla en la propia lengua. Se requiere un bagaje de conocimientos, porque cada relato es parte de un hipertexto más amplio, hecho de nociones y emociones. ¿Será posible establecer un paquete mínimo, un manual para la co-creación de un mundo?
Por último, se trata de educar, aportar competencias, entrenar para la negociación, para el pensamiento colaborativo, para el uso de la Red. Completar la mutación genética: de consumidores a multiplicadores.