martes, 14 de julio de 2009

Chip Montaigne

Un ensayo sobre el ensayo y una declaración de principios


Hoy me desperté con la idea (a veces sucede así, al fin de cuentas Coleridge también es una función) de que deberíamos pensar en ensayo (cómo género, o mejor, como práctica) desde dos perspectivas: una que me gustaría llamar mítica; y otra, digámoslo así, científica.
La primera remitiría, como no podía ser de otra forma, a su escena de origen: a Michel de Montaigne escribiendo en su torre. Al clima Montaigne (temperaturas medias de montaña). Viéndolo así, cada ensayista, cada vez que se dispone a entregarse a la escritura, en verdad estaría ejecutando un rito, una invocación al Origen. Una reactualización de aquellas potencias que dispararon una forma, un estado de acercamiento.
Por supuesto, no se trataría (no sería posible) de un rito uniforme. Más bien lo pienso como la urgente actividad de un jongleur, de un artesano de la forma que cuida su voz haciendo ejercicios, del mismo modo que un tenor resguarda sus cuerdas vocales en interminables escalas. Necesito subrayar la condición de urgencia: un ensayista no espera. Es el giro que lo emparenta (lo acerca y a la vez lo distancia) de un cronista, de un ejecutor de bitácoras. Un rito, no deberíamos olvidar, es un trabajo también sobre uno mismo. Mito del escritor, como pedía Aira, singularidad de una voz diseminada en letras.
Tengo que decirlo: me encantaría escribir un libro de breves relatos-ensayos a mitad de camino entre los relatos-río de Giorgio Manganelli y del tan patafísico Ermano Cavazzoni, a quien sin pudor plagiaría. El libro de los ensayistas inútiles me gustaría titularlo, y cada entrada sería una nunca extensa descripción de ese afiebrado rito de proponer formas para entender el mundo tal cual lo vemos.
Vayamos a la segunda perspectiva.

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Addenda: también una reseña acá.