lunes, 26 de octubre de 2009

Políticas de la representación

Por Scott Lash


De la superestructura a la base: la vulgarización de la representación

Boris Groys, el teórico del arte ruso que vive en Alemania, plantea en su libro Über das Neue [Sobre lo nuevo] que las instituciones artísticas, a la manera de un “archivo”, ocupan de alguna manera el lugar de “lo sagrado”. En este sentido, el arte ocupa un ámbito diferente, separado, más elevado. Por un lado están las instituciones y por el otro lo que está fuera de ellas: lo que Groys llama vida; por un lado lo sagrado, y por el otro lo profano de la “vida”. Lo nuevo opera por el hecho de que aporta al ámbito sagrado material que trae de la vida, de lo profano. Al hacerlo, lo nuevo se transforma en lo que da cuenta de todo ese dominio irrepresentable que está por fuera de lo “sagrado”. De esta manera, lo nuevo en el arte presenta lo no representable; evoca la vida, lo profano, el exceso más allá del archivo simbólico de las instituciones artísticas. En este sentido, lo nuevo es la única parte del archivo que no es una representación. Sin embargo, a medida que el tiempo pasa, lo nuevo se vuelve rutina - pierde su carácter novedoso que en su momento se insertó en la lógica del ámbito sagrado de la representación. Ahora, algún nuevo novedoso tiene que tomar su lugar, un nuevo significante de lo irrepresentable: un nuevo significante que no es una representación. Groys entonces se pregunta: ¿qué sucede cuando la vida se transforma en medios? ¿Qué sucede cuando la vida misma se vuelve totalmente mediatizada? Esta es la pregunta que lleva a la contradicción de la representación.


La respuesta parecería ser en primer lugar que el arte y el museo necesitan incorporar lo nuevo, proveniente no tanto de la vida como de alguna especie de paisaje mediático: de alguna suerte de profano ya mediado. Esta variante de lo profano (como la descripción que hace Groys de la vida como profano) es irrepresentable. Ahora bien, en esta vuelta lo que es irrepresentable está constituido, en sí mismo, por representaciones. Nos encontramos entonces con representaciones que no pueden ser representadas. Existen representaciones, como habremos de ver, que no representan nada. Pero son precisamente esas las que entran en el ámbito estético como lo nuevo, donde de alguna manera pasan a dar cuenta de lo irrepresentable. Este ámbito del arte (el ámbito más general de las representaciones), es al mismo tiempo el espacio de la ideología, o más exactamente, “lo simbólico”. El espacio de la vida (que es el espacio de la pulsión sexual, y para Freud, claro, de la pulsión de muerte) ha llegado a ser conocido como el ámbito de lo real. Lo simbólico es el espacio de la ley, el ámbito de la reproducción, aquello que garantiza la reproducción del capitalismo, de la familia. Y el espacio de lo real es lo que contradice el espíritu de reproducción. En lo real no hay reproducción, sino crónica producción; es el espacio cuyo contenido ha sido eliminado o excretado de lo simbólico.


Lo real es lo que Groys plantea como la vida: la base material de las pulsiones autopropulsadas, autogeneradas, del deseo. Es el espacio de la desorganización entrópica y la recombinación autopropulsada. ¿Qué sucede cuando ese ámbito se vuelve mediatizado? ¿Cuándo se vuelve constituido por los medios? El ámbito del movimiento entrópico y de la recombinación, de la pulsión y de los flujos, de la tendencia a lo inorgánico (como decía Freud) esa vida, eso real, del cual antes las representaciones estaban excluídas, de pronto está inundado de representaciones. ¿Qué ocurre entonces cuando lo irrepresentable mismo se transforma en un mar, un torbellino de representaciones?


Tal como sucede con la representación, la imagen desaparece de la superestructura, de las superestructuras ideológicas y simbólicas, se reconstituye en la base. Donde existe, persiste para existir en su propia contradicción. Antes, el ámbito de la invención, de la invención en el arte se daba en las superestructuras, en las instituciones artísticas. Ahora, la invención invade lo que Oliver Williamson denominó las instituciones propiamente económicas del capitalismo mismo. La invención artística es desplazada en parte por algo que comienza a tomar la forma del arte de la invención, donde la invención es tanto arte como ciencia: sucede tanto en los estudios como en los laboratorios. El estudio, el laboratorio, antes protegidos en la cómoda seguridad de las superestructuras, “se cuelan por goteo” hacia afuera y se reconstituyen en la base, en la economía. Antonio Gramsci escribió acerca de la base económica como materia, mientras que las instituciones políticas -y las culturales, agregaríamos nosotros- como espíritu, como “Geist”, como “mente”. En las superestructuras hay “mente” como representación. La base es materia; trabajo y sexo como materia.


El trabajo real no tiene que ver con la representación. Tiene que ver con hacer cosas materiales. Los trabajadores rurales no podían entrar en la polis. Se decía que los trabajadores no participaban suficientemente de la vida del espíritu como para que les fuera permitido votar - es decir, que se les permitiera participar del ámbito de la representación, de la mente, de las superestructuras, hasta entrado el siglo XIX en Inglaterra. Eso es la representación política. La representación pertenece a un ámbito superior: a la superestructura; tiene que ver con la mente. Se decía que los trabajadores no eran suficientemente espirituales. Sus manos estaban sucias y llenas de callos. El trabajo, el proceso de trabajo (Arbeitsprozess) eran algo sucio. Por contraste, el capital y el proceso de acumulación eran limpios. El capital como valor de cambio es limpio. Un valor de cambio es una representación, una abstracción. Transforma la Zuhandenheit (lo que hace a la condición de manualidad, en términos de Heidegger) del trabajo material y lo constituye en el atomismo, el utilitarismo del “valor de uso”. Pero la real materialidad del trabajo en su dimensión de Zuhandenheit no es representable.

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