domingo, 1 de noviembre de 2009
Stanislaw Lem y Jorge Di Paola
Me enteré de la muerte de Stanislaw Lem en la redacción de Perfil Cultura, hace tres años y medio. Me pegó: se trataba no más ni menos que uno de los héroes de mi adolescencia. Ya sabemos: uno ajusta sus cuentas con quienes lo conmovieron demasiado tarde, y el monólogo invariablemente continúa de otro modo. Por suerte, a veces en esos balbuceos no estamos solos.
En ese momento, Maxi Tomas me lo comentó como al pasar y enseguida le propuse que Dipi escribiera la necrológica. Yo tenía en la cabeza tan presente la historia de su visita a la casa de Cracovia, su versión de Lem a la que había hecho referencia más de una vez, que le insistí para que su recuerdo quedara en texto.
Daniel Guebel (que hace muy poco publicó un precioso relato en el que nada menos que Dipi y Libertella son sus inspiraciones –Mis escritores muertos, Ediciones Mansalva-) se divirtió mucho. “Te juego lo que quieras a que complica todo y no escribe nada”, me desafió entonces. Dicho y no sucedido: Dipi no sólo cumplió, sino que lo hizo majestuosamente.
Ahí va la crónica.
Es una tarde templada de noviembre de l979.
Hoy vivimos en otro tiempo, en otra realidad, en otro espacio social, en un mundo absolutamente distinto que en esos años aparentemente cercanos. Hacia el mediodía habíamos estado charlando con jóvenes católicos ligados a la revista Znak (El signo) donde escribe el recientemente elegido papa Wojtyla. Faltan unos meses para que aparezca el sindicato Solidaridad, que indujo años después la Perestroica soviética y la caída del muro de Berlín. Pero en esos días de l979, el régimen se veía aún invulnerable, o poco menos. Las potencias conversaban entre ellas, y las grandes crisis eran negociables. El mundo parecía previsible.
Estar a la puerta de la casa de Lem resulta un salto en el tiempo hacia el futuro.
Los jóvenes militantes católicos se encontraban en un estricto presente semiaplastado por presiones, en busca de libertades que no parecían abundar. Un presente que manifestaba sus aires medioevales en la arquitectura de la Ciudad Vieja, en la Iglesia de Santa María donde Juan Pablo II había sido el obispo. Lugar donde los escalones de mármol se habían vuelto cóncavos de tanto haber sido pisados por los fieles.
--Vas a ver que se parece a un marciano.--dice Rajmund Kalicki, mi traductor y guía.
Estamos frente a una casa de madera de dos pisos, en la afueras de Cracovia. Se oyen unos pasos acercándose a la puerta. Abre un hombre pequeño y calvo, de cabeza grande, casi un marciano.
Pasamos a la biblioteca, desordenada y enorme. Dos aeromodelos penden del techo. Un enorme ventanal.
Riéndose, Lem niega haber construido los avioncitos. “Los hacen mis nietos”
Después lamentamos nuestro pésimo inglés. Lem y yo compartimos esa ineptitud arcaica. Imposible comunicarnos en esa lengua.
Estamos a la merced de Rajmund. La traducción simultánea introduce una pausa, un cierto temblor en la conversación. Quien habla percibe la distorsión.
Lem parece enojado cuando menciono la película de Andrés Tarkovski sobre Solaris. Se siente traicionado. Rajmund se ríe. Yo le expreso mi admiración por el director ruso.
Lem agrega, irónico:”muy bueno salvo en el punto en que no interpreta mis imágenes. Lo que yo pensé al escribir aparece completamente traicionado."
“Hablemos, entonces, del libro”
--No podemos saber cómo será exactamente el futuro pero nuestras ficciones intentan predisponer a los lectores para lo inesperado. Pero lo inesperado incluye también el horror. El influjo de la topografía de Solaris sobre los tripulantes de la Estación materializa lo deseado y lo indeseado, las fantasías pero también el espanto—dice Lem.
Rajmund me había comentado que la mayoría de los escritores polacos de entonces, casi todos disidentes, consideraban a Lem un poco apartado de los problemas nacionales, y acaso, el mayor pecado, complaciente con los soviéticos. Le pregunto a Lem su opinión sobre la cosmonáutica y la ciencia ficción rusas.
-- La ciencia ficción rusa es mucho mejor que la norteamericana, fíjese en los hermanos Strugaccy. Los norteamericanos tienden a ver el futuro en la tecnología más que en el hombre.
-- ¿Es cierto que en l973 lo expulsaron de la Asociación Norteamericana de Escritores de Ciencia Ficción, donde había sido invitado?
-- Y también es cierto que en l976 me negué a aceptar un perdón y volver a esa Asociación.
-- Y cómo le parece que es la relación entre Polonia y la Unión Soviética.
-- Bueno, muchas veces los rusos nos impiden cometer locuras…
Los tres (pero sobre todo Rajmund) estallamos en una larga risotada.
-- Un concepto suyo, un concepto antropológico, se diría que de antropología cósmica, establece el principio de no interferencia con las culturas galácticas…
--Oh, sí, sí, no podemos, si nos encontráramos con seres inteligentes, con otras culturas (y eso hay que preverlo pues al final llegará ese tiempo) repetir los errores cometidos en la Tierra con los diferentes…
--… el colonialismo, la discriminación.
-- No debemos repetir nada de eso…
-- Aunque no podemos saber si no lo intentarán ellos con nosotros…
-- Esperamos que sean más civilizados, más desarrollados. Se podría establecer una ecuación que diría que a mayor desarrollo mayor comprensión entre seres muy diferentes.
-- Sin embargo usted ha podido concebir un planeta con enjambres de chips, por decirlo así, un planeta donde viven seres capaces de aumentar su complejidad según el peligro. Seres que se podría decir vivos y con la capacidad de aumentar exponencialmente su inteligencia y su poder, acaso sin encontrar el límite. No sería fácil compartir ningún mundo con ellos.
-- Ni siquiera un laberinto.
-- Sus laberintos parecen más exigentes que los de Borges.
-- Ambos hacemos los laberintos que podemos.
-- Sus laberintos parecen perfectas trampas sin salida. No humanos. Acaso sobrehumanos. A pesar del humor. Que en su caso es misterioso, porque no reduce el horror.
-- Nunca diría que los libros que llevo escritos y los que escribiré tienen un solo significado, una sola lectura. El humor enriquece todo Universo. En cierto modo cada uno se desarrolla solo, cambia solo, y todo lo que lo rodea, incluso el laberinto, va cambiando también. No se olvide que los héroes suelen escapar de los laberintos o al menos destruir a su monstruo.
-- ¿Nos encontraremos con otros seres? El sistema solar resulta decepcionante en ese aspecto: o nos rodean desiertos como Marte o infiernos de 400 grados y 9 atmósferas con lluvias de ácido sulfúrico, como Venus.
-- El sistema solar va a ser colonizado por nosotros, poco a poco llevaremos la Tierra, nuestro ambiente o un trozo de nuestro ambiente, a los planetas cercanos. Trataremos de formarlos a semejanza de la Tierra. Eso tomará un tiempo y es muy caro. Pero otros habitantes del Cosmos se encuentran en otros sistemas. Están muy lejos. Pero en mil, diez mil años, ¿usted no cree que el hombre, que andaba a caballo corrientemente poco más de cien años atrás, y hoy maneja órbitas planetarias y flujos de partículas, no resolverá los problemas que quedan? Aunque su mayor impedimento es un viejo tema de la humanidad: Conócete a ti mismo. Es probable que la incomprensión crezca, en lugar de reducirse con el tiempo. Ese es el enemigo. Lo demás tiene solución de una manera u otra.
La noche cayó sobre las afueras de Cracovia. Pensamos que Stanislaw Lem está cansado, sin embargo nos ofrece llevarnos al Hotel y da un dinámico saltito de gnomo, busca unas llaves. Nos despedimos de su mujer y de unos perritos. Saca del garage un Mercedes Benz flamante. Nos habíamos olvidado que está traducido a 41 lenguas, que vende millones de ejemplares. Su casa es hermosa y modesta; uno cree, al mirar alrededor, que los miles de volúmenes de su desordenada biblioteca son el mayor gasto de esa familia.
El coche ronronea. Nos despedimos. Pero hay una inesperada transfiguración. El sonriente marciano pisa el acelerador. Un derrape perfecto nos hace comprender cuál es el segundo oficio del escritor. Diestro corredor de fórmula uno.
Nos ponemos los cinturones de seguridad. Noto que Rajmund Kalicki conversa con cierta dificultad. Yo ni siquiera puedo abrir la boca. Respiro profundamente.
La autopista de Cracovia es muy oscura. El Mercedes ruge. A los dos o tres minutos, pasado el susto inicial, la velocidad es placentera. El coche se agarra en las curvas, las cubiertas gimen. Rajmund traduce: “Los policías me conocen, no se preocupen”. Se ve que leyó nuestros pensamientos. No iremos presos.
El viaje de ida nos había tomado 35 minutos. El camino de vuelta se había acortado: lo recorrimos en 5 minutos. Y teníamos una primicia.
Un as del volante que escribía como los dioses nos acercó al Hotel Cracovia.