viernes, 24 de diciembre de 2010

Videojuegos, algo más que una de las bellas artes

Hoy en Ñ


Acaso cuando estamos viendo una película como Transformers no irrumpe la sensación de ser espectadores de un gran videojuego? ¿Incluso hasta no tenemos la certeza de que fue diseñada según sus reglas y en esto reside buena parte de su seducción? Y al revés, cuando jugamos a clásicos como Resident Evil o Kid Icarus ¿no nos invade otra vez la impresión de encarnar (aunque sea en módica parte) el rol protagónico de una película de acción? Ya sabemos que son precisamente los productores de Hollywood y los desarrolladores de videojuegos quienes inventaron esta percepción con fines de lucro, aunque no deja de ser sintomático que una generación (o incluso dos) de directores de cine y guionistas crecieron como aficionados o fanáticos de las consolas Nintendo y Sega.

Para ellos se trata de muchísimo más que de un simple entretenimiento o un negocio: de hecho, desde muy chicos vienen escuchando la polémica sobre la presunta nocividad de los videojuegos y (por otra parte) de sus bondades educativas. Estéticamente, observaron de cerca la mutación y perfeccionamiento de su poder gráfico y su redefinición tecnológica, alimentándose de todo. Hace rato que los videojuegos comienzan con un trailer y no sabemos quién influye más a quién. Guillermo del Toro, director de la saga Hellboy y El laberinto del fauno, piensa que –según declaró a la revista Edge– “los videojuegos son una herramienta narrativa increíble, que los cineastas deberían tener en cuenta en lugar de rechazarlos. En este momento muchos ya nos permiten disfrutar de una experiencia narrativa más global que la mayoría de las películas”. Si creciste jugando al Duke Nukem o Heretic sin dudas tu cerebro confronte ese banco mental de dinámicas con lo que sucede en cualquier producción cinematográfica.


Nuevas percepciones

Sin embargo, recién ahora estamos comenzando a escribir la historia cultural de este desplazamiento, que se compone de un entrelazado de hipótesis y revisiones (a lo largo de más de cuarenta años) que señalan como uno de los más prolíficos motores de la industria del entretenimiento fue transformándose en un parámetro ineludible a la hora de evaluar dinámicas narrativas cada vez más centrales, así como adhesiones y argumentaciones progresivamente más sólidas a la hora de evaluar sus beneficios en el aprendizaje y, más aún, una modificación acaso radical de experimentar nuestros modos perceptivos.

Ya sabemos, para un nativo digital los videojuegos son bastante más que una de las bellas artes.

En los últimos años fue acrecentándose la contraofensiva digital ilustrada. Si por una parte un apocalíptico Hal Foster, profesor de Arte y Arqueología de Princeton, viene alertando sobre la expansión indiscriminada del diseño en cada aspecto de nuestras vidas (de la cirugía estética a las personalidades diseñadas –drogas de diseño–, del diseño de nuestro pasado –museos de diseño– a niños de diseño –mediante la modificación del ADN–), ¿qué decir entonces de los efectos culturales de los videojuegos, prototipos acabadísimos de un diseño integral? Hasta en sus versiones más descuidadas, invariablemente resultan sofisticados y reciclables. Al fin de cuentas, están por todas partes, hasta en nuestros bolsillos ¿acaso no son una de las ofertas básicas de cualquier teléfono celular? Por no hablar de los juegos en Red. No hay vez que visitemos un ciber-locutorio y no nos encontremos con grupos de testosterónicos adolescentes y pre-adolescentes sociabilizando desde sus aventuras de software. Hasta nos atrevemos a decir que su modo de participar en la imaginación social está en parte determinado por esa división que agrupa las temáticas de los juegos digitales en arcade, simuladores, estrategia y juegos de mesa electrónicos. Los parámetros de la era Web siguen redefiniendo nuestros hábitos enciclopédicos.


El cada vez más influyente Henry Henkins, director de la carrera de Estudios Comparativos de Medios del Massachusetts Institute of Technology, cuyo primer libro es una ardiente defensa cultural de los videojuegos, viene desarrollando en su instituto un programa titulado Education Arcade especializado en la utilización de videojuegos en ámbitos educativos, desarrollando a tal efecto prototipos conceptuales como Supercharged! , que sumerge a los usuarios en los rudimentos del electromagnetismo o Revolution , desarrollado en conjunto con Microsoft, que propone un modo dinámico de analizar aspectos de la guerra de la independencia norteamericana.

¿No estaría bueno tener nuestra versión de San Martín o de Belgrano en bits? Todo lo contrario a un caso aislado. Leemos en la Web que en los últimos meses la Universidad Alcalá de Henares y la empresa Electronics Arts, como tantas otras instituciones en el mundo, vienen analizando la relación de su alumnado con los videojuegos comerciales, y ahora saben que el 90,24 % de ellos consideran que es posible aprender utilizándolos (y proponen como ejemplo a los populares Spore para la asignatura biología, Sim 3 para lengua y literatura, The Beatles Rock Band para música y FIFA 10 para las asignaturas del ámbito lingüístico social). ¿Qué nos habrán enseñado subliminalmente Pac-man y Space Invaders? Sin dudas resulta evidente que la influencia de los videojuegos es tanto más profunda que la simple transmisión de contenidos, como para instalarse en un potente modo de observar el mundo.


Como si poco fuera, el concepto mismo de videojuego viene modificándose aceleradamente. No sólo en lo que respecta a las políticas de producción (las más de mil empresas desarrolladoras de videojuegos activas en la actualidad poseen equipos de trabajo que pueden oscilar entre un centenar de personas –en algunos pocos ejemplos, como World of Warcraft, The Matrix Online o Guild Wars, en la última década– o muy reducidos grupos de dos o tres expertos) sino también en relación a la cantidad de bibliografía –académica, periodística y ensayística– que crece año a año y sigue extendiéndose desde tesis psicológicas a sociológicas, antropológicas, estéticas y terapéuticas. El crecimiento no sólo es paralelo sino que continuamente se intercomplejiza: si hace apenas unos días nos enteramos que la Universidad Nacional Autónoma de México viene desarrollando un programa de realidad virtual para tratar el estrés postraumático en víctimas de violencia de la fronteriza Ciudad Juárez (del mismo modo que en otros puntos del globo viene utilizándose desde hace veinte años software de entornos 3D para tratar trastornos como aerofobia, claustrofobia, acrofobia, aracnofobia y trastornos obsesivo-compulsivos), todavía no se conoce demasiada bibliografía sobre los efectos psicológicos y sociales de videojuegos porno como Virtual Hottie 2, promocionando gráficos tridimensionales hiperrealistas como la mejor herramienta digital para volver realidad virtualmente las fantasías sexuales.


En enero de este año, la versión online de Ñ hacía público un reportaje a Jaron Zepel Lanier -quien hace poco menos de tres décadas elaboró la categoría realidad virtual –a propósito de la edición de su libro You Are Not A Gadget , en cuyas páginas celebra a todos aquellos que deciden desertar de las redes sociales y la atracción de las novedades informáticas, marginándose de las consecuencias culturales de plataformas y productos como Google, Wikipedia o Youtube, entre otros. Un descontento que es simultáneo a la creciente expansión de lo que conocemos con el nombre de realidad aumentada y no pocos han pronosticado como el futuro de los videojuegos: un articulado de dispositivos que suman información virtual a nuestra percepción habitual.


Mientras que la realidad virtual se define en la sustitución de un entorno físico por uno digital, la realidad aumentada agrega datos a los objetos reconocidos digitalmente, a los entornos materiales que transitamos. Así, ARQuake Project se presenta como una versión del videojuego Quake programada para exteriores: los enemigos esta vez se presentan en tu propia casa y en tu propio barrio, cerca de los mismos objetos que componen tu cotidianeidad. Lo que en una película como Terminator observábamos como tecnología fantástica, hace tiempo que existe y se reelabora. Es entonces nuestra percepción la que se ve alterada: en estos prototipos pronto necesitaremos nuevas estrategias para diferenciar lo puramente programado de lo unplugged. Las relaciones entre virtualidad y visualidad siguen su curso. “Los repartos entre realidad y ficción ya no son los mismos que antaño”, Marc Augé dixit.

Como en ningún otro momento de la historia, la información sobre videojuegos crece descontroladamente configurando hermenéuticas inéditas. Si hace décadas que juegos como Doom invitaban a los usuarios más avanzados a crear nuevos niveles de dificultad y capítulos alternativos (variaciones en su narrativa, situaciones desconocidas), hace años que la experiencia de los usuarios se ve reflejada en archivos de toda clase dispuestos en la Web.

En Youtube, por ejemplo, no son pocas las compilaciones de experiencias virtuales y terminales: decenas y decenas de muertes de Lara Croft, entre ridículas y épicas, comprueban que las heroínas y héroes de los videojuegos acumulan más decesos y vidas que cualquier otro referente no informático. Más curioso resulta pensarlo sabiendo que es el propio usuario quien encarna digitalmente su perfil.


Esta simbiosis es la que facilita y potencia el vaso comunicante entre cine y videojuegos que citábamos al inicio de esta nota. Sabemos que Lev Manovich, formado en la Unión Soviética como programador y teórico de las artes, autor del célebre El lenguaje de los nuevos medios de comunicación, trabajó activamente en la producción de Tron, película de aventuras de la factoría Disney de 1982 en la cual los videojuegos fueron tema y estética.

Desde entonces, son muchos los videojuegos que fueron llevados a la pantalla grande: del citado Tomb Rider a Super Mario Bros, del Príncipe de Persia a Mortal Combat, de Final Fantasy a Silent Hill, pero simétricamente no son pocos los éxitos cinematográficos que tienen sus versiones en videojuegos, de Alien a E.T, de Volver al futuro a Los cazafantasmas, de Shrek a Toy Story.

El tema es complejo: en la mayoría de los casos resultan sólo merchandising electrónico, pero en otros fueron generando nuevas versiones de análisis para abordar el filme original, en un peculiar ejercicio de remake crítica.

Capítulo aparte para los metaversos (los mundos digitales en entornos 3D). Nos interrogamos ¿pueden asimilarse a la categoría de videojuegos? En octubre de 2008, Peter Greenaway declaraba a Ñ sus deseos de realizar un largometraje en Second Life.

Modelos de sociabilidad digital tantas veces mal asimilados a las redes sociales, hace pocos años inspiraron predicciones sobre el futuro 3D full de la Web, cada vez más alejado de las metáforas de escritorio con las que están diseñados los programas que utilizamos a diario, ¿modificaría esta posibilidad nuestras concepciones de integración y entorno? Como sea, el formato videojuego cada vez se entromete más con nuestros estilos de observar y comprender el mundo.