Así como otros escriben canciones, filman películas o dibujan historietas, yo escribo ensayos. No existe mucha más explicación que esa. No es que me proponga de este modo desentrañar los misterios del mundo, sino al revés: intento proseguir el ritmo de lo que pasa por mi cabeza. Con eso me sobra. Sería una idiotez denominar a lo mío historia, literatura, crítica, filosofía o lo que fuera. Mis ensayos son una ecografía textual de la actividad de mi cerebro, y diciendo esto me disgustaría apartar de vista a mis sensaciones. Durante años escribí muchas cosas que no encajaban demasiado en nada. Redescubrir a Montaigne a tiempo fue una gran dicha. Seguramente llegué a él por Caillois, pero no estoy seguro. Fue entonces cuando supe cómo denominar a lo que hacía compulsivamente. No sé si necesito decirlo, pero mis curadurías son ensayos y ninguna otra cosa. Es decir, mi trabajo se limita únicamente a hacer ensayos, en toda la precariedad del término. Un ensayo es una prueba, un intento, una versión provisoria que seguramente será modificada por otras futuras. El ensayo es el arte de crear hipótesis, es decir, de proponer merodeos. Suposiciones. Es en este punto donde su parentesco con lo ficcional se vuelve tan patente. Diciendo que soy curador señalo mi particular compromiso con el arte contemporáneo: no soy un curador que escribe ensayos sino absolutamente al revés. Lo mío es escribir en cuadernos ideas que a veces saltan al espacio. En este sentido, la curaduría es una forma maravillosa para seguir aprendiendo de todo lo que me rodea.