sábado, 5 de marzo de 2011

La fotografía argentina a comienzos del Siglo XXI

En el número de Ñ aparecido hoy se publicó esta nota.

A continuación su versión original con las fotos seleccionadas.


Observemos este síntoma: cualquier historia de la fotografía argentina reciente estaría incompleta si no incluyéramos y analizáramos buena parte de la obra de artistas como Rosalba Mirabella, Carlos Herrera, Adriana Bustos o Nicolás Bacal, aunque ninguno de ellos sea estrictamente un fotógrafo. Surgidos en la última década (tienen entre 25 y 40 años), cada uno de ellos utiliza la fotografía en tanto modo privilegiado de producción; sin embargo suelen igualmente definirse en formatos disímiles como la instalación, el dibujo o la pintura. Es cierto, este síntoma posee su tradición, pero no deja de acrecentarse.
¿Expansión de las prácticas? ¿contaminación? ¿contagio visual? Por lo pronto, se trata, antes que nada, de un deslizamiento conceptual: cuando a principios de los ’60 Alberto Greco enseñaba el registro fotográfico de sus Vivo-Dito, para la mayoría de los espectadores estaba claro que la obra residía en la performance y no las fotografías. Hoy nadie podría negarles el mismo status. ¿Acaso Yves Klein no puso en escena esta paradoja con su Salto al vacío de 1960? ¿Podríamos escindir la escenificación del gesto de su resultado final?


Poco menos de quince años antes los Madí utilizaron una fotografía (la gran M urbana de los relojes Movado) para promocionarse y definirse (una obra de promoción). No deberíamos desconocer que la tradición fotográfica se sostiene en un relato como cualquier otro, repleto de reinscripciones. Es sabido que un pintor como Juan Del Prete fotografiaba sus obras y luego las destruía. Ni más ni menos: llevó durante muchísimos años un registro de pinturas que sólo podían conocerse en su reproducción fotográfica. ¿Triste memoria de una obra desaparecida o fabulosa reformulación fotográfica de sus potencias visuales?
Al fin de cuestas ¿de qué hablamos hoy cuando hablamos de fotografía? ¿Acaso suponer en una misma línea al daguerrotipo y a la imagen digital no es una construcción tan artificial y caprichosa como cualquier otra? ¿Sigue siendo la máquina fotográfica –y sus características- la que definen una práctica?
¿Es la captura, es el click, es el disparo que congela aquello que el ojo descubre con una instantaneidad con la que jamás podrán competir el dibujo, la pintura o la escultura? No deja de ser paradójico que hablemos de clic en una época en la cual sacamos fotografías hasta con teléfonos celulares (click expandido).


Ni siquiera se trata del símil real. Un artista como Augusto Zanela se muestra obsesionado tanto con el dispositivo como con el fenómeno óptico: nuestra retina no es más que el producto de un formato cultural entre otros.
Más sencillo resulta detectar continuidades en aquello que elegimos retener: ya sean rostros, cuerpos, paisajes u objetos.
Cada creador le imprime su estilo. Están aquellos que se elijen a sí mismos como modelos: Flavia Da Rin, que explora sus mundos de fantasía como si jamás dejara de observarse en un espejo mágico, Osías Yanov, que indaga en los retratos familiares de su infancia para trazar unas vidas paralelas que parecen provenir de dimensiones similares pero distintas, Ananké Asseff que nunca deja de observar al espectador mientras éste la observa, o Sandro Pereira que perfora varios autorretratos en una suerte de collage-superposición para obtener una imagen deformante de sí mismo. O Alberto Pasolini, cuando se retrata producido como bailaor de flamenco punk o imitando a Michael Jackson en su álbum Bad. Performer, sí, pero sólo en fotografías.


El retrato y el autorretrato no hacen más que reinventarse. Los rostros, como subraya el antropólogo David Le Breton, ejercen su gramática particularísima.
Decanos en la materia, Marcos López, Marcelo Grosman y Res marcaron el camino escenificando las diversas identidades que dan forma a nuestra personalidad nacional. Los mitos de la argentinidad, sus morfologías, sus uniformes y fantasmas, sus rasgos, el paso del tiempo, las transformaciones, los leimotivs políticos y la singularísima revisión por medio de la fotografía de grandes hitos de la historia del arte, reactivaron ya no lo mejor de una tradición propiamente fotográfica, sino que crearon vasos comunicantes con un imaginario más allá y más acá de la fijación en cualquier formato. Exceso, última exposición de López compuesta de obras realizadas en técnicas de las más heterogéneas, debería servir de muestra y ejemplo de este desborde. Nada más saludable que encontrar la fotografía fuera de ella misma en una pluralidad que hubiera desconcertado no mucho tiempo atrás. Si hablamos de los hitos de memoria afectiva y colectiva, tampoco podemos olvidarnos de las minuciosas reconstrucciones de Dino Bruzzone.


¿Es la fotografía la que da contexto o éste último el que se impone al medio? Ahí están las tan disímiles obras de Guadalupe Miles y Karin Idelson proporcionándonos materiales para elaborar una respuesta, más no sea provisoria. La fotografía vive del instante, de la sensación de tiempo congelado, pero más que nunca ese instante se reconfigura en millones de detalles que podrían provenir de cualquier parte del mundo, aún siendo tan propios, tan nuestros. Burroughs dijo alguna vez que definimos al nativo como aquel sin el cual un lugar no sobrevive ¿acaso el estilo de una fotografía no reelabora la sensibilidad que recorre nuestra memoria?
Una fotografía, lo mismo que un cuadro, no es más (ni menos) que una ventana, un nuevo fragmento del mundo. Para establecer una narración que nos especifique, siempre mejor que sea esta pequeña unidad la que determine su institucionalización y no al revés.


Un precioso libro de Guy Davenport (Objetos sobre una mesa. Desorden armonioso en arte y literatura) nos avisó hace años que muy posiblemente haya sido el daguerrotipo el que reinventó las posibilidades de las naturalezas muertas. Las limitaciones de estas cámaras obligaron a poetizar los estilos de observación hacia los elementos que nos rodean. Recomiendo regresar una y otra vez a las obras de Cecilia Lenardón, Miguel Mitlag y Raúl Flores: el menaje, el amor a los diseños vintage, la impactante conexión de los colores, la estudiada disposición de objetos que enrarece al azar, el mundo en sus propuestas invariablemente resulta cercano. No necesitamos ver demasiado lejos, sino permitirnos redescubrir las posibilidades de lo inmediato.
¿Y el paisaje? ¿Es un clásico, es inevitable, es un clisé que sigue dando réditos? Sigo creyendo que no existe nada tan subjetivo como la percepción y apropiación visual del espacio. No tenemos más que detenernos en las imágenes isleñas y fluviales de Laura Glusman, en los bosques, riveras y playas de Alejandro Chaskielberg, en los recorridos urbanos de Eduardo Rey, en los trayectos visuales de Alejandra Urresti por Finlandia y Cuba así como en el revés de sus sets, en las la intemperie fueguina de Gustavo Groh, en las viviendas atlánticas de Marino Balbuena, la arquitectura patagónica de Fernanda Hernández, la visión monocroma de Francisco Salamone de Esteban Pastorino, las varias series de Jorge Miño, los hoteles de Daniela Gutiérrez, el Proyecto Habitable de Soledad Dahbar, así como en los abandonados espacios de Geraldine Lantieri. El mundo es aquello que miramos y redescubrimos mutado cuando volvemos a mirar. No puedo dejar de señalar el impacto que tuvieron en mí las tempranas obras de Alberto Goldenstein y Mario Gemín dedicadas a Mar del Plata (especialmente la serie Perla Zen Garden, de este último). Sin dudas sus actitudes influyeron decisivamente en más de una generación de fotógrafos.


No hace mucho aseveré que nuestro inconsciente ya no se estructura en palabras, como creen muchos psicoanalistas, sino más precisamente en bits. ¿Acaso las imágenes de Mara Facchin no investigan tan justo este vértice entre lo percibido como natural o artificial? ¿De qué hablamos cuándo tanto separamos lo analógico de lo digital? ¿De economía? ¿De tiempo? ¿Qué es lo que se pierde?
La era digital no sólo implica una nueva mediación de la máquina, sino por el contrario y como suele suceder con las transformaciones tecnológicas, una nueva sensibilidad y circulación. Nuestra actual relación con las fotografías poco tiene que ver con la que teníamos hace más de quince años. Desde que se popularizaron las máquinas digitales, jamás sacamos e hicimos circular tantas fotografías. Y la mayoría de ellas van directamente a la web (a plataformas como Fotolog, Flickr, Facebook o Blogs): jamás vimos tantas fotografías como desde que tuvimos acceso a internet. La producción fotográfica de Yanina Szalkowicz se concentra en este escenario: la sociabilidad y la vida cotidiana en tiempos de redes sociales. Exponer en la web resulta para cualquier artista contemporáneo tan imprescindible como hacerlo en una galería. Su hermana, Cecilia Szalkowicz, merece un reconocimiento especial por su sostenido trabajo en la incorporación de fotografías en formatos múltiples que mixturan instalación, proyecciones, gigantografías, ediciones mínimas y diseño espacial. Una tarea que desde mediados de los ’90 viene desarrollando en colectivos como Suscripción, o aún antes, Fotoclub, creado por Gabriela Forcadell.


Un aparte para aquellos artistas que siguen revisando y tematizando en sus imágenes –directa o indirectamente- los componentes basales de la fotografía: la luz y el tiempo de captura. La particular luminosidad de los espacios libres de Ignacio Iasparra, el color y sus múltiples percepciones en los pantone de Erica Bohm, las fuentes de luz tapadas de Ernesto Ballesteros, las miradas en los matices de la oscuridad de Bruno Dubner, la demora y espesor de visión en Arturo Aguiar y las composiciones temporales de Javier Soria Vázquez.
¿Existe un cambio de actitud? La respuesta es decididamente afirmativa si inquirimos en los proyectos tan distintos como los de Yamandú Rodríguez, Rosana Schoijett y Guillermo Ueno. Con substanciales pasados y presentes rockers a sus espaldas (tan lejos del star y la amable agresividad que esto implica), cada uno en su estilo sigue generando una zona de visión social que instaura una diferencia.
En la década que pasó, como en ningún otro momento en nuestro medio, la fotografía logró un espacio autónomo en la exhibición específica y en el mercado, más no sea como proyecto a futuro. A espacios fundadores como las fotogalerías del San Martín y del Rojas, se sumaron galerías como Ernesto Catena y la desaparecida VVV, simultáneamente al crecimiento de las muestras de fotografía en todo tipo de salas de exposición. La expansión de los modos fotográficos en otros formatos vino a coincidir con una definitiva reubicación y revaloración de la fotografía, interacción que deberíamos seguir estudiando.


Como sabemos, la homogeneidad o diversidad sólo dependen de la astucia del espectador.

Las fotografías seleccionadas son de (arriba hacia abajo): Alejadro Chaskielberg, Ananké Asseff, Laura Glusman, Cecilia Lenardón, Javier Soria Vázquez, Nicolás Bacal, Rosalba Mirabella, Alejandra Urresti, Yamandú Rodríguez y Osías Yanov.