viernes, 29 de febrero de 2008

Xenocronía textual



A continuación la nota de Pablo Contursi (quien entre otras cosas es baterista de la muy recomendable banda Panza) sobre Contagiosa paranoia, que fue publicada en el último número de la revista Teína.

¿Qué tienen que ver Palito Ortega y Marcel Duchamp?

Un libro de ensayos que puede leerse como un cruce de métodos para entender las artes contemporáneas —donde la música es una más—, y a la vez como una técnica para combinar imágenes y palabras para originar nuevas obras de arte. Cippolini explora los últimos cien años en busca de coincidencias significativas, de curiosidades y de anécdotas, en el frondoso bosque de las artes visuales, la literatura y la cultura pop. Dalí, Scorsese, Lautrémont, situacionismo francés o jazz remezclado todo como en una xenocronía de Frank Zappa.

I.
En la década del setenta el músico estadounidense Frank Zappa inventó una técnica de superposición de sonidos a la que llamó xenochrony (xenocronía), por la que dos o más pistas registradas en distintos lugares y momentos —cada una con un tempo y un entorno armónico propios—, son sincronizadas a la fuerza en un nuevo contexto musical, que podrá conservar muchas, algunas o ninguna de las condiciones de sus componentes. El resultado da la sensación de que los músicos han tocado juntos, escuchándose el uno al otro, o al menos siguiendo pautas comunes. Así, cuesta creer que las sutiles interacciones del bajo y la batería en «Rubber Shirt» del disco Sheik Yerbouti (1979) son en realidad artificiales, es decir, producidas sólo por la fortuita conjunción a posteriori de los sonidos en un estudio (1). Como el bajista y el baterista ejecutaron sus partes sin tener la menor sospecha de qué haría el otro, la improvisación conjunta que creemos percibir en el tema es ilusoria. Un mero error de interpretación.

Cincuenta años antes, el pintor español Salvador Dalí se interesaba en las novedosas teorías de Sigmund Freud, cuyas Obras completas se publicaban en castellano por primera vez. Diría luego de La interpretación de los sueños: «Me pareció uno de los descubrimientos capitales de mi vida y se apoderó de mí un verdadero vicio de auto interpretación, no sólo de los sueños, sino de todo lo que me sucedía, por más casual que pareciese a primera vista» (2). Un sistema interpretativo que aspiraba a iluminar con razón los enigmas subterráneos del sueño terminó por causar un brote de delirio en el mundo tangible de las artes pictóricas.

Un siglo antes de la xenocronía, mientras la Guerra de la Triple Alianza dejaba destrozado a Paraguay, Mohandas Karamchad Gandhi nacía en la India dominada por el Imperio Británico y León Tolstoi publicaba La guerra y la paz, el montevideano Isidore Lucien Ducasse escribía en Francia: «... bello (...) como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y de un paraguas» (3). Y al fijar esa frase para la posteridad, el Conde de Lautréamont se transformaba en el eslabón primordial de una tradición de irracionalidad sistematizada, es decir, de delirio, que llega hasta el presente.


II.
Sumergirse en la lectura de un libro de ensayos implica no pocas veces consentir una propuesta, un diagrama, un tablero sobre el que el autor ubicará y desplazará unas piezas con el fin de convencernos o informarnos. (Coincidir luego con los movimientos de esas piezas será otro asunto). En Contagiosa paranoia, el plano que guía la exposición y la disposición de sus temas, de una arbitrariedad poco académica, poco esquemática, no da lugar a esa especie de invasión ideológica que con frecuencia experimentamos ante el discurso de la crítica literaria y artística. Y es que estos textos, en los que Cippolini recorre personajes y sucesos de épocas recientes en las artes argentinas, no piden la conversión a un credo intelectual ni imponen un grupo cerrado de preceptos con los que comulgar; sino que son «meros apuntes de lecturas» y «anotaciones marginales», borradores de un mapa de la mente del autor. Por tanto, revisarlos es como navegar una enciclopedia privada haciendo clic en nombres, lugares y fechas elegidos —o encontrados a la deriva— por él: Marcel Duchamp, Billy Bond y La Pesada del Rock and Roll, Witold Gombrowicz, el dibujo animado Las urracas parlanchinas, Alberto Greco, Jorge Luis Borges, la galería Indica de Londres, el tema «Hombre paranoide del siglo XXI» de King Crimson, el concepto de détournement de Guy Debord o los poemas psicodélicos del baterista Héctor «Pomo» Lorenzo.

¿Qué tienen que ver Palito Ortega y Marcel Duchamp? ¿Es verdad que el artista plástico argentino Alberto Greco era admirador de Palito Ortega y que iba a sus recitales? ¿Cómo fue posible semejante afinidad? ¿Cuál sería el interés en saber de qué manera John Lennon conoció a Yoko Ono? Es decir, ¿se escucharían de otra manera sus canciones si se supiera que entró a una galería de arte, le preguntó: «¿Dónde es la orgía?» y ella le dio una tarjeta que decía: «Respira»? ¿Es necesario saber que Greco fue inventor del «vivo-dito», una suerte de ready-made humano? ¿Sirve para algo saber que este artista usó a Duchamp en los años sesenta en una de dichas acciones?

Para quienes quieran plantearse este tipo de cuestiones, este relevo de curiosidades, Contagiosa paranoia es su libro.


III.
En una página con reflexiones sobre el jazz, aunque pensando en topos y túneles, dice Cippolini: «Alguna vez leí que la forma más adecuada de imaginarnos a los mejores creadores, a los artistas inventores de estéticas, es al modo de los fundadores de estados. De los conquistadores: son los que avanzan sobre un sitio habitado, ocupado». Y luego: «Con la astucia y temeridad de un topo, todo aspirante a artista cava su madriguera —su estilo— dentro de obras ajenas». Seguidamente hace mención de la película The Departed (Los infiltrados, 2006), en la que tiros, sangre y clichés del cine gangsteril mediante, dos bandos se espían uno a otro hasta que el argumento cae al final en un paroxismo implosivo, nihilista. Esta trama, que repite la dinámica de los géneros artísticos actuales, con intrusiones inesperadas y súbitas, maridajes desopilantes, fusiones que devienen en repulsas igualmente súbitas —preámbulos de nuevas uniones—, continúa por fuera de la ficción en que Los infiltrados es una revisión de Infernal Affairs (Asuntos infernales, 2002), producto originario de China —como tantas cosas hoy en día— del que a su vez Scorsese retomó, según dice Cippolini, «aquellos componentes que reconoció como propios para volverlos a reformular». «Y es curioso», agrega, «porque no reconquistó sus territorios, sino que cavó nuevos túneles ahí donde otros habían cavado: ¡en su propio terreno hecho de excavaciones! Avistado desde cierta distancia, el terreno de los géneros debe parecer un queso gruyère».

No sólo la ley y el crimen en la ficción de Los infiltrados forman un conjunto paradójico que combina una cohesión impermeable con una división interna en dos sectores en pugna, abrazados e inseparables en su enemistad, cada uno de los cuales presenta una instancia germinal de su opuesto. Cippolini cuenta que, según entienden algunos críticos, si bien Scorsese irrumpió en los terrenos de Sam Fuller y Jean-Luc Goddard al filmar Mean Streets (Calles salvajes, 1973), también es verdad que se vio infiltrado, tres décadas después, por Andrew Lau y Alan Mak y sus Asuntos infernales. Para devolver el ataque, cavó ahí mismo e hizo la segunda versión de este filme, que sin su influencia hubiera sido imposible. Si se adopta una óptica paranoide, delirante, se ve además, y es asombroso, que el argumento de Los infiltrados esclarece aspectos externos a la ficción. (No hay que perder de vista que mole significa «topo» pero también «doble agente». ¿Juego de palabras de Cippolini?, ¿herencia de lecturas en inglés?, ¿concurrencia fortuita como el encuentro entre una máquina de coser y un paraguas?). Y los aspectos que la película esclarece son los de una dialéctica bajo la que, por un lado, procede Scorsese; y, por otro, evolucionan los géneros artísticos —o la manera en que se habla acerca de ellos, para ser más precisos—.

Si estas coincidencias entre tramas ficticias y reales se manifiestan se debe a que, primeramente, el lenguaje es un instrumento que favorece la detección de esa clase de similitudes, de esa clase de figuras. En segundo lugar, a que algunas figuras o estructuras formales trascienden a todas las artes, desde y hacia el lenguaje, y a través de muchas épocas y regiones geográficas —por no consignar la obviedad de que el arte, que está en la realidad, acostumbra destacar, unir o filtrar elementos ya presentes en ella—. Pero es el método paranoico-crítico de Dalí, o su variante cippoliniana, lo que da lugar a esta imagen nueva del mundo; imagen que enlaza, como substrato que abarca todo el libro, esa interminable serie de anécdotas y de curiosidades: la idea de los contagios impensados o instantáneos entre elementos lejanos —estéticas, sitios, personas— como una particularidad de la cultura de nuestro tiempo. (Al margen, hay que señalar que la reducción de las distancias obrada por la tecnología —los medios de transporte e Internet— es uno de los factores que acrecientan contactos y enlaces. De ahí, tal vez, que Cippolini dedique varios párrafos del libro a los desplazamientos geográficos y a los links).

¿Pero qué es en definitiva el método paranoico-crítico? (4) Dalí contesta desde el libro Confesiones inconfesables, escrito en colaboración con André Parinaud en 1973 (5):

Hacia 1929 concebí la fórmula experimental de la paranoia crítica. Según la opinión más corriente el término paranoia se relaciona con el fenómeno del delirio, que se traduce por una serie de asociaciones interpretativas y sistemáticas. Mi método consiste en explicar de forma espontánea el conocimiento irra­cional que nace de las asociaciones delirantes, dando una interpretación crítica del fenómeno. La lucidez crítica representa el papel de revelador fotográfico y no influye para nada en el desarrollo de la fuerza paranoica.

De modo que es un método de dos tiempos: primero una explosión fantasiosa, y después el raciocinio para organizar los restos del descontrol. «Sobre el plano surrealista», indica Dalí, «la acti­vidad paranoico-crítica se traduce por la creación del azar objetivo, que recrea el mundo, y entonces el delirio se transforma verdaderamente en realidad». El peligro del método paranoico-crítico es que, si se delira más de la cuenta, si no se corta a tiempo, cualquier cosa termina relacionada con cualquier cosa. (Internet, en la medida en que permite el traslado de datos a través de distancias enormes, en la medida en que permite profusas cadenas de relaciones, ¿no será un generador de percepciones paranoicas del mundo?).

«El método paranoico-crítico», dice Dalí en otra página del mismo libro (6), «lo defino como el arte sublime de gozar de todas las propias contradicciones haciendo vivir a los demás, con plena lucidez por mi parte, las angustias y los éxtasis de la vida de uno mismo, que poco a poco resulta tan esencial». Este amor por la contradicción se explica porque el surrealismo —movimiento al que Dalí perteneció por un breve lapso, hasta que André Breton lo echó— se aglutinó, con otras prolongaciones del romanticismo en el siglo XX, en una trinchera de irracionalismo. Y es que el principio de conciliación de los opuestos, irracional a ojos occidentales, no una ley objetiva sino una expresión simbólica de acontecimientos culturales —y qué es la cultura sino un proceso que transforma símbolos en objetos reales y viceversa—, podría rastrearse en el pasado artístico y filosófico, hasta llegar hasta Heráclito, pasando por Hegel... Pero no hay espacio en este texto para excavar dichos túneles.

«Todo tiene que ver con todo», reza un dicho un poco tonto.


IV.
«Sobre gustos no hay nada escrito», dice otro tonto refrán; y surgen otros asuntos escabrosos: ¿Qué es el gusto?, ¿de qué manera se relaciona con el arte? Si un objeto agrada menos que otro, ¿es peor?, ¿es menos artístico?, ¿es menos valioso?, ¿es menos verdadero? ¿Habría sentido en encajar una obra crítica o filosófica sobre una axiología estética?

A Cippolini, por suerte, se le ocurre citar estas palabras de Duchamp:

La mezcla del gusto dentro de la definición de la palabra "arte” es para mí un error: el arte es una cosa mucho más profunda que el gusto de una época y el arte de una época no es el gusto de esa época. Es muy difícil de explicar por qué la gente no piensa que se pueda hacer algo que no sea por gusto: uno vive a través de su gusto, uno elige su sombrero, uno elige su cuadro. Por otra parte, la palabra “arte” sólo quiere decir “hacer”. (...) No quiere decir que se trata obligatoriamente de un hacer artesanal. (...) Ahí yo intervengo, quiero decir por ello: no admito este tipo de intervención del gusto. La cosa hecha existe por ella misma y, si ella sobrevive, es porque tenía algo distinto, más profundo que un gusto momentáneo.

Haciendo un gran esfuerzo por no pensar en Charles Baudelaire y su poema «Una carroña», indiquemos que existe un cuadro que demuestra, casi sin dejar lugar a dudas, que Duchamp tenía razón: Las señoritas de Aviñón, pintado por Pablo Picasso en 1907, medio siglo después de la publicación de Las flores del mal. Se conocen las fuentes de su inspiración:

—la fotografía CGF-1150 de la serie de postales africanas de Edmond Fortier,
—unas esculturas ibéricas,
—unas esculturas africanas,
—y también pinturas de Matisse, Derain y El Greco.

Nadie, sin embargo, ha podido explicar por qué esa obra, que debió aguardar diez años para ser expuesta, terminó siendo el enigma que es. Especie de détournement anticipado, múltiple, constituye, según se ha escrito, la «grieta que separa el pasado del presente» (7), el hito que marca en la historia el inicio del arte moderno. ¿Por qué Picasso pintó así a esas prostitutas?, ¿por qué así? ¿Por qué no a todas horrendas, aunque sea? El misterio es doble, o triple, o cuádruple, dado que no se agota en la estupefacción del espectador que lo observa, sino que estira su mirada de enigma monstruoso hacia donde la sociedad y el arte se chocan, hacia la mirada de los otros, hacia la mirada estética de los otros: ¿Por qué esta obra es tan significativa? Si está en las antípodas de lo considerado bello, ¿por qué llama tanto la atención, siendo que en el mundo hay una enorme cantidad de objetos que, en flagrantes negaciones de lo bello, no reclaman jamás una mirada absorta —y estética—?

A propósito de desvíos, Cippolini habla de las intervenciones que Jorge Luis Borges realizó en 1934 en unas historietas que se publicaron en la rioplatense Revista Multicolor de los Sábados. Borges, comenta Cippolini, se adelantó al situacionismo en su utilización del principio del détournement, ese desvío o tergiversación del «legado literario y artístico de la humanidad» con «propósitos de propaganda política» (8): «Peloponeso y Jazmín narra la historia de un cavernícola (Peloponeso) que captura y amaestra a un dinosaurio. La historia original en inglés fue descripta como una parodia en clave prehistórica de la vida moderna de la entreguerra, rebosante de citas a la actualidad de los años 30, a la tecnología, al cine y al arte de entonces». Y añade estas palabras de la especialista borgiana Annick Louis:

Sin embargo (...) hay diálogos [en la versión argentina] que no pueden provenir de ninguna manera del original. Es el caso de las menciones a la Ciudad de Buenos Aires. Por ejemplo [un cavernícola le dice al otro]: “Esperame junto al pasaje Barolo” (...) o “Tomá este paquete de serpentinas por si se te ocurre ir al corso de Belgrano”. Se encuentran también referencias a costumbres o acontecimientos culturales de la ciudad como “Que salga el Tony” o “Prohibida la venta de El fuego de Barbuse y de Sin novedad en el frente de Remarque”, dos de los grandes éxitos en edición popular de la época. Por otra parte, los personajes hablan en porteño y más aún, acumulan juegos de palabras. Peloponeso al refugiarse en la copa de un árbol dice: “El médico me recomendó que no me tome la copa pero no me queda otro remedio”. (...) Se asiste así a un proceso de apropiación de la historieta por parte de gente que no puede sino pertenecer al mundo de las letras (...).


V.
Guy Debord y Gil J. Wolman escribieron en «Mode d'emploi du détournement» (algo así como «Método del desvío») en 1956:

Los descubrimientos de la poesía moderna sobre la estructura analógica de la imagen demuestran que siempre se establece una relación entre dos elementos, aunque sus orígenes sean todo lo ajenos que se quiera. Restringirse a un orden personal de palabras es una mera convención. La interferencia de dos mundos sentimentales, o la unión de dos expresiones independientes, sobrepasa a los elementos primitivos y produce una organización sintética de una eficacia superior. Todo puede servir. (9)

Si no fuera porque este fragmento habla de poesía, de inmediato se pensaría en el método paranoico-crítico (10). El recurso de la doble imagen, desarrollado por Dalí a fines de los años veinte, se aprecia en esas pinturas en las que el ropaje blanco y negro de un grupo de mujeres es también el busto de Voltaire, o los muebles de una habitación el rostro de Mae West. La visión del escritor francés en el cuadro Mercado de esclavos con aparición del busto invisible de Voltaire (1940) depende tanto de la configuración de las formas y los colores de la obra, como de la mirada del espectador, selectiva a la vez que integradora. (La percepción por su sola cuenta puede otorgar a lo observado un significado; y este almacenarse en la memoria ligado a aquello, incluso si este vínculo es arbitrario —como entre las estrellas y los nombres de las constelaciones, entre las manchas de humedad en una pared y las figuras que imaginamos viéndolas, etcétera—. El delirio, interpretación errónea de datos de la realidad, es la asignación de significados a débiles o inexistentes relaciones entre signos, es la multiplicación de esas relaciones; y no tiene nada que ver con la alucinación, que es un defecto en la percepción).

Uno podría pensar en la xenocronía de Zappa, si además se hiciera a un lado la cronología histórica. O bien, si se hablara de artes plásticas, en Picasso, ese maestro en llevar a la práctica aquello de que «todo puede servir», y no sólo en Les demoiselles d’Avingnon. El parentesco —imaginario o real— de las imágenes dobles con la xenocronía se fortalece, por un lado, cuando se tiene en cuenta que Zappa utilizó en varios de sus discos, al editar temas cortando y pegando cintas, algunas veces al azar, el equivalente musical de la técnica del recorte inventada por Tristan Tzara en los años veinte (redescubierta décadas después por Brion Gysin, William Burroughs y el propio Wolman). Y por otro lado, porque la tapa de Wazoo, disco póstumo de Zappa editado el año pasado, es una imitación de Mercado de esclavos con aparición del busto invisible de Voltaire en que un retrato del músico suplanta al del escritor. (A esto llamo un pleno uso de la paranoia crítica).

Pero hay indicios para creer que Debord y Wolman pudieron referirse a ciertos párrafos de Los cantos de Maldoror cuando hablaban de «los descubrimientos de la poesía moderna». La coexistencia espacial o temporal de objetos o conceptos distantes —ya sea en el plano literal o el simbólico— tiene en dicho poema un clarísimo y famoso antecedente. En la traducción de Aldo Pellegrini, este fue el pasaje que más impresionó a quienes todavía no eran surrealistas:

Es bello como la retractilidad de las garras en las aves de rapiña, o también como la incertidumbre de los movimientos musculares en las heridas de las partes blandas de la región cervical posterior, o mejor como esa ratonera perpetua, que apresta de nuevo cada animal atrapado, que puede cazar sola infinidad de roedores, y funcionar hasta escondida entre la paja, y, sobre todo, como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y de un paraguas. (11).

No es noticia que Lautréamont fue una figura —una sombra— instigadora de innovaciones, a la vez que receptora de reconocimientos y homenajes. Man Ray, por ejemplo, le dio el título El enigma de Isidore Ducasse (1920) a una obra que simultáneamente muestra y oculta una transposición de aquella frase al terreno de las artes plásticas. Y si bien no hay pruebas de que Picasso desconociera Los cantos de Maldoror cuando pintó Les demoiselles d’Avignon en 1907 (12), fue por sugerencia suya que Dalí realizó, en el mismo año en que Borges se divertía con las historietas en la Revista Multicolor de los Sábados (1934), una suite de 42 grabados para una edición del poema (13). Cippolini señala al montevideano como uno de los «modelos tempranos» del détournement situacionista, pero ¿fue solamente eso, un modelo temprano? ¿O fue algo más?

Para mantener esta última suposición como plausible hay que avanzar en la lectura de «Método del desvío» hasta dar con el tergiversado pseudónimo de Isidore Ducasse (14). Los autores escriben acerca de la necesidad de expresar, a través de la acumulación de elementos desviados, su indiferencia por los originales «absurdos y olvidados» del pasado, y dicen:

Lautréamont avanzó tanto en esta dirección que se encuentra aún parcialmente incomprendido por sus admiradores más ostentosos. A pesar de la evidente aplicación de este método en sus Poesías (particularmente en base a las máximas morales de Pascal y Vauvenargues), al lenguaje teórico —donde Lautréamont se esfuerza por llevar los razonamientos, a través de concentraciones sucesivas, a la mera máxima— uno se asombra de las revelaciones de un tal Viroux, hace tres o cuatro años, que impidieron desde entonces a los más obtusos no reconocer en Los cantos de Maldoror un vasto détournement de Buffon y de obras de historia natural, entre otras cosas. Que los prosistas de Figaro, como el mismo Viroux, vieran esto como una justificación para menoscabar a Lautréamont, y que otros creyeran que tenían que defenderlo mediante el elogio de su insolencia, es un testimonio de la debilidad intelectual de esos dos bandos seniles en mutuo combate cortés. Un lema como “El plagio es necesario, el progreso lo implica” es todavía mal entendido, y por la misma razón lo es la famosa frase acerca de que la poesía “debe ser hecha por todos”. (15)

Si en un momento pareció que Debord y Wolman habían tenido presente la comparación más famosa de Lautréamont en su reflexión sobre las conjunciones de elementos distintos y distantes, ahora es innegable la esencia lautreamontiana del détournement, en ese párrafo. Lautréamont no sólo había imitado a Dante, a Byron, a Baudelaire y a Goethe en Los cantos de Maldoror: en sus Poesías (1870), última obra de una vida corta que empezó y terminó sitiada, en Montevideo y en París respectivamente, hay abundancia de citas alteradas de Blaise Pascal y de Luc de Clapiers, marqués de Vauvenargues. Y lo insólito es que más tarde, en La sociedad del espectáculo (1967) Debord reproduce nuevamente un fragmento de las Poesías de Lautréamont, ¡pero sin mencionar al autor!

Lautréamont había escrito: «El plagio es necesario. Está implícito en el progreso. Sigue de cerca la frase de un autor, se sirve de sus expresiones, borra una idea falsa, la reemplaza por una idea justa» (16); y Debord anota casi un siglo después en el capítulo 207 de su libro: «Las ideas mejoran. El significado de las palabras participa en esa mejora. El plagio es necesario. Está implícito en el progreso. Sigue de cerca la frase de un autor, se sirve de sus expresiones, borra una idea falsa, la reemplaza por una idea justa» (17).

El détournement situacionista puede entenderse como un détournement en sí, una apropiación tergiversada de una idea tomada del «legado literario y artístico de la humanidad»; una propuesta teórica que, para concretarse en la práctica, para probar su razón de ser y su efectividad, ejecutó el plagio —filtró un nombre propio— en un texto que había recomendado, un siglo antes, la necesidad del plagio recontextualizado, desviado: «... se sirve de sus expresiones, borra una idea falsa, la reemplaza por una idea justa». Pero ya sea que el legítimo precursor del delicado arte de la tergiversación haya sido Borges en 1934, o bien Lautréamont en 1868, parece ser que el détournement fue un invento sudamericano, y más precisamente: rioplatense.


VI.
Imitar los recursos interpretativos de un libro para escribir una reseña sobre él tal vez no sea lo más recomendable, pero muestra que lectura y escritura son en el fondo dos caras de la misma moneda, dos maneras de entender un mismo proceso. Debo a Contagiosa paranoia la puesta en marcha de un esquema que relacionó entre sí a Lautréamont, Picasso, Zappa y Dalí, con resultados que el lector evaluará.

Y es que Contagiosa paranoia no es sólo un libro sobre vínculos posibles entre factores culturales: es también un método de lectura y un modo de pensar acerca de lo que la cultura muestra. Quizá esa sea su mayor virtud.

«Es cierto que la historia del arte», dice Cippolini, «bien podría definirse como la permanente creación y su consecuente abandono de mecanismos de apropiación y adaptación, de toda una sumatoria de plagios encubiertos —incluso inconscientes o meramente participativos—, donde el estilo aparecerá únicamente como tecnología para disimular el plagio (insisto: voluntario o involuntario)».

Tal vez el pensamiento funcione a veces bajo esas mismas recetas (18).