Todo comenzó con una cuestión lexicográfica que provenía de una guerra cultural. Pola Oloixarac publicó en Radar un muy buen informe sobre la actualidad de los virus informáticos en relación con las prácticas artísticas. Intervine en la misma criticando ciertas políticas hackers y de inmediato los intercambios y ampliaciones se sucedieron en el seminario Ciberculturas 98,5 %, en el Centro Cultural Rojas y más luego nuevamente en el blog Melpómene Mag.
¿Qué era exactamente lo que les criticaba a los hackers? Este es el punto. Aclarémoslo de una vez: mi crítica siempre fue hacia los crackers. Es cierto, debería haberlo aclarado. No quise sobreabundar entonces sobre estas definiciones, pero nunca es tarde.
Quienes integraban, a mediados de los ochentas, el colectivo Legion of Doom, y especialmente The Mentor (seudónimo de Loyd Blackenship), autor del polémico Manifiesto Hacker, en parte triunfaron al generar una expansiva confusión en torno al término hacker.
Digámoslo así, otra vez: los crackers son los hackers que se hundieron en el dark side, en el lado oscuro de la fuerza. Su política fue apoderarse del término hacker, redefinirlo, distorsionarlo y ya alterado usarlo como bandera. El hacker tal como lo entendían los miembros de la Legion of Doom era todo lo contrarío a un hacker. Por eso, éstos últimos acuñaron el término cracker, para zanjar la diferencia.
Por eso en algún momento se comenzó a hablar de hackers blancos y hackers negros, incluso hasta de hackers grises.
Como sabemos, y según lo señala el Jargon File, ese gran articulador terminológico, existen multitud de hackers no informáticos. Que la Cultura Hacker se desarrolle en la frecuencia de la Cybercultura no implica que todos los hackers necesariamente sean desarrolladores o manipuladores de software.
La Cultura Arduina lo sabe: todo arduino será, gozosamente, un Difusor Asobi.