sábado, 13 de septiembre de 2008

En el más sistemático y provechoso desorden

Fuera de sitio. Un curador es básicamente un desordenador -un profesional del desorden-, alguien que trabaja por fuera de las disciplinas o en sus bordes menos recomendables. Los historiadores, los sociólogos, los críticos, los militantes políticos, los periodistas culturales y los expertos en márketing suelen utilizar elementos curatoriales con el fin de intentar probar sus hipótesis de campo, de reafirmar sus posiciones dentro de su especialidad, disputando territorios en una contienda de saberes. El curador, en cambio, no se ampara en ninguna disciplina definida, es más bien un infiltrado, habituado a parafrasear y molestar, aunque nunca lo suficiente. He’s a real Nowhere Man / sitting in his Nowhere Land.


Sobre el título. Para cualquier curador, la disponibilidad de los bienes simbólicos y materiales de estas colecciones se experimenta como un mundo de tentaciones. Frente a semejante desafío, el refrán encuentra su reverso: no te cases ni te embarques se transforma en ¡casate, embarcate! El desorden invariablemente tienta más que el orden.

Condiciones de improbabilidad. En este sentido, una curaduría debe comenzar a definirse en la creación de condiciones de improbabilidad (y como ya veremos, de contextos de discontinuidad). Este mundo de tentaciones (siguiendo cierta metodología rouselliana) avanza desde aquella moderna aseveración de Lucio Fontana que reza “presentamos la sustancia, no los accidentes” hacia esa otra de Max Cachimba cuando dice “me interesa y me agrada trabajar más sobre este relato concentrado o escena sugerida en un cuadro que en las propiedades pictóricas formales.” Es decir, desde la propuesta de una sustancia sin accidentes a la de un conjunto de accidentes desatendidos de la sustancia.


Categorías. Cualquier modernidad y/o contemporaneidad (en tanto categorías de orden, de ubicación) tensiona el deseo inicial de ciertas consignas y la perspectiva –siempre a posteriori- de una construcción explicativa. A toda modernidad y contemporaneidad posible se les sobreimprimen otras modernidades y contemporaneidades probables, potenciales, lecturas que quedan en carpeta como oportunidades inciertas. No será mi tarea arqueologizar los motivos fundantes de las colecciones del Museo Castagnino ni del Macro, es decir, analizar sus condiciones de probabilidad (esta es la tarea de historiadores y críticos, muy necesaria por cierto). Nunca entendí a la historia como un fin, sino sólo como circunstancia, es decir, un conjunto de motivos traicionados (por el azar, el error, el descuido, la saturación, etc). La historia sirve a muchos fines, entre ellos la traición de estos mismos fines. Las condiciones de improbabilidad funcionan de modo similar a las de probabilidad: desde apuntes e hipótesis provisorias de lectura.

Un sistema de rankings. No existe colección que no establezca su política sobre el gran catálogo de modelos de orden (como ya dijimos, la historia ordena, la sociología también, otro tanto quiere la crítica, etc.) De modo similar, toda colección se enfrenta, perennemente, a una concepción de tradición. El ranking de una tradición se llama canon –el celebrísimo Harold Bloom es un fabuloso propulsor e instigador de rankings, como también lo fueron Alfred Barr (director del MoMA) y entre nosotros, con mayor o menor suerte, los tan heterogéneos Jorges (Romero Brest y Glusberg-). Cada sociedad tiene su top 10, su top 100 y su top 1000, preferencias que suelen permanecen en órbita una temporada bien definida, como sucede con cualquier moda.
Una tradición cultural implica disposiciones e indisposiciones y por lo mismo las distintas colecciones se encuentran atravesadas por distintos capítulos de la historia de las contiendas entre el ranking (el canon) y la tradición: el primero despliega todas sus estrategias para delimitar a la segunda, que lo rebasa una y otra vez. Hace muy poco, en una mesa redonda de la que participé, Beatriz Sarlo declaró: “nuestra cultura está enferma de rankings”. Lo sintomático es que el más efectivo remedio para combatir a los rankings sean...nuevos rankings. La diferencia consiste, por supuesto, en nuestra disposición hacia ellos.


El resto. Como sabemos, una colección no exhibe su completud, sino, contrario sensu, y tal como nos enseñó Walter Benjamin, su incompletud. Una colección es una narración que se potencia con los capítulos que no posee, así como catálogo que jamás se agota, ya que siempre permanecerá incompleto. La diferencia histórica es bien clara: las colecciones modernas tendían hacia la completud, mientras que las contemporáneas tratan por todos los medios de perfeccionar su incompletud, esto es, su incertidumbre.

98,5 % de agujeros. En uno de los libros claves de esta década, Héctor Libertella afirmó: “de la imagen del pescador que ahora está lanzando su enorme red en altamar, al arquitecto no le importará más que calcular las proporciones de esa red: 98,5 por ciento de huecos o agujeros entre nudos, y apenas 1,5 por ciento de materia concreta hilo. Él únicamente mide vacíos; no vino aquí para llenar el mundo de edificios. (...) En la Aldea Global atada, amordazada con los hilos de la comunicación instantánea, alguien está calculando en aquellos huecos o agujeros entre nudos la medida exacta de lo impalpable”. Muy similar resulta la arquitectura de toda colección contemporánea: una maravillosa compilación de agujeros. Estos agujeros la mayor parte de las veces no se advierten porque están llenos (de sentido). Si la colección del Macro posee la inestimable suma de más de 300 obras contemporáneas, calcule el lector-espectador la cantidad proporcional de agujeros que atesora.


Vacíos en el espacio. Rosario, eternamente a la vanguardia: ¿no fue acaso Lucio Fontana el primer artista en poner en evidencia la existencia de agujeros, agujeros y agujeros? Las mentalidades conservadoras aún veneran la quimera de completud: para éstas, Benjamin o Fontana serán siempre faros de un futuro inalcanzable. Una colección implica una administración del espacio (físico o ideológico, histórico y estético). Si el espacio no es más que ideología y recurso de artista, la estetización de la Historia jamás resultó inocente.

Degustaciones. La modernidad, como ya sabemos es un montaje, una lengua en construcción. Para los argentinos y todos los no-europeos, también un museo y catálogo de traducciones, esto es: una colección de adecuaciones más o menos complacientes, más o menos riesgosas. Una traducción es una respuesta y una variación, una versión, respetuosa o no, de la lengua madre. Como sea, voluntariamente o no, nunca más cierto aquello de traduttore traditore.
En un sentido clasificatorio, moderno comenzó siendo aquello que se enfrentaba con lo antiguo en problemática continuidad (un desplazamiento de vacíos). Hoy moderno es aquello que se recorta sobre lo contemporáneo, que es lo moderno después de lo moderno, lo moderno cuando ya no puede ser moderno. Si entonces la modernidad era un conflicto con el pasado, ahora la contemporaneidad es a la vez un examen y un uso del pasado. Un mundo de tentaciones sobre otro.


Nota: Fragmentos del texto de catálogo escrito para Un Mundo de Tentaciones, Museos Macro y Castagnino de Rosario (Argentina), Mayo-Junio de 2007. Más acá, acá, y acá.
Las imágenes pertenecen a Fotos Sociales, Fotolog de Yanina Szalkowicz.