domingo, 30 de noviembre de 2008

La necesidad de escribir


En una carta que fue clave en mi vida (en papel rubricado, manuscrita), Salvador Elizondo, quién seguía intercambiando impresiones conmigo sobre la necesidad de que exista lo que aún llamamos literatura, subrayó una definición que se me antoja perfecta: literatura es sobre todo “el arte de la escritura”.

Italo Calvino se preguntaba, antes de morir, qué sería lo que preservaría la literatura en el milenio que comenzamos. Luis Chitarroni lo contesta en dos libros imprescindibles. Las peripecias del no (2007) y Mil tazas de te (2008). En uno y otro deja bien en claro que jamás deberíamos postergar las finas tecnologías de la prosa.

No me refiero al cultivo excesivo del estilo. Sino al hecho de que la escritura es un acontecimiento en sí. A que se justifica por si misma. A su capacidad por abrir a novísimas sensibilidades. A su poder desintoxicante con respecto a la insoportable escritura de los medios y los papers.


“Entre los lugares comunes que me desalientan hay uno que merece distinción por su asiduidad. Se trata de “sólo quise contar una historia”, especie de coartada inconfundible que hermana a escritores, periodistas, cineastas –y hasta filósofos- en el momento en que tienen que defender la insuficiencia de su desempeño con la escasez de sus argumentos. En el fondo de esta lastimosa acuñación parece afirmarse una culpa residual por el hecho de trabajar con las palabras y, eventual o milagrosamente, vivir de ellas. Un eco mezquino y amistoso recuerda otro imperativo disfrazado de modestia: “Hay que tener algo que decir”. En la medida en que estos requisitos miserables anulan las misiones mas convencionales del arte, y borran de paso las fronteras entre la superficie verbal y la realidad a secas, se afincan como verdades indiscutibles. Estoy esperando –tal vez me lo haya perdido- al director técnico o al boxeador que, para justificar el triunfo o disimular la derrota, concluya: “Sólo quise contar una historia”. (L. Ch.)