lunes, 16 de febrero de 2009

Las distopías absorben y reformulan a las utopías. Second Life revisitado.

Introducción a la vida futura sin centro. Publicado ayer en el suplemento cultural de Perfil.


¿Qué interés presentan mundos digitales como Second Life para el futuro de la literatura, cuando estos mismos universos virtuales nutrieron los imaginarios que los pueblan con mitologías de todo tipo creadas por la narrativa escrita, especialmente por la ciencia ficción?

No deja de ser notorio que mientras que Linden Lab (empresa creadora y dueña de Second Life) diseminaba desde su blog oficial, a fines de enero, la noticia de la compra y anexión de OnRez y Xstreet SL, los sitios web más grandes dedicados a la venta de artefactos y servicios para esta plataforma (exclusivos diseños virtuales en 3D que incluyen desde ropas, máquinas, y gastronomía, hasta animaciones de baile, inmuebles, islas, piel, cabello y formas anatómicas para los avatares), Napoleón Baroque -uno de los miles de avatares que diariamente pueblan los paisajes de este software- se preguntara desde un post cuáles podían ser las 7 diferencias más significativas entre su representación gráfica y su realidad física. “Cuando estás aquí exploras eso que, como dice el nombre de un blog es “Impossible in Real Life”. Sin embargo, sostener esa diferencia no es fácil”.

La carga semántica se invierte: mientras el discurso de los empresarios-desarrolladores de software sólo habla de beneficios económicos y de uso (y como toda corporación lo hace en plural), Baroque sale al cruce analizando (siempre en primera persona) las dificultades y consecuencias culturales que implica habitar un universo digital. ¿Por qué miles de personas necesitan sociabilizar en entornos 3D generados por una computadora?


¿Cuáles son las consecuencias de frecuentar metaversos -espacios informáticos tridimensionales en los que nos sentimos totalmente inmersos, según la definición de Wikipedia- entornos en lo que absolutamente todo es programable (desde los cielos a las sombras, de la lluvia a los gestos, de la naturaleza a las ciudades)? Todo es digital, menos el Otro. Si por detrás de cualquier avatar, esto es, la representación gráfica del usuario en el contexto electrónico, invariablemente encontramos una persona de carne y hueso ¿en qué se beneficia o perjudica la experiencia cultural, qué transformaciones sufre?


(Otra) Historia Cultural de la Virtualidad

Casi contemporáneamente a la caída de las Torres Gemelas, en un reportaje muy glosado, el epistemólogo Michel Serres afirmaba:

Es un lugar común entre los historiadores decir que la aparición de la escritura afectó a la ciudad, al Estado, al derecho y probablemente al comercio. Gran parte de las prácticas sociales que heredamos surgieron de la escritura. Para no hablar del monoteísmo, la religión de lo escrito. Es más, cuando llegan el Renacimiento y la invención de la imprenta, se ven afectadas casi las mismas zonas de la sociedad: nuevas formas de democracia, nuevos derechos, nueva pedagogía. Son las prácticas sociales de este tipo las que me parece van a transformarse [por las nuevas tecnologías]. Es más, ya están siendo transformadas. (…) No son los saberes los que son transformados; es el sujeto de los saberes. Antes hablamos de sujeto colectivo. Por ejemplo, los laboratorios trabajan por correo electrónico y en tiempo real. Ya no tienen que esperar a que se realicen los coloquios, los encuentros, los viajes.

Linden World, prototipo inicial de Second Life, se puso en marcha exactamente en el mismo momento de estas declaraciones. Fue publicitado entonces como una plataforma web para indagar las posibilidades que ofrecía la realidad virtual y únicamente admitía usuarios invitación mediante de Linden Lab, firma con sede en San Francisco creada y en ese tiempo dirigida por Philip Rosedale, entonces de 33 años, emprendedor vinculado a las nuevas tecnologías.

Se trataba de un videojuego en el cual se representaba un planeta en guerra: un ininterrumpido enfrentamiento de máquinas bélicas. Progresivamente los clanes batallantes, quienes dirimían sus conflictos en un modelo de transformación social inspirado en las ideas de Thomas Hobbes, evolucionaron hasta transformarse en una sociedad civil, dejando atrás la restricción argumental y los límites de acción impuestos que todo videojuego conoce. Una verdadera colectividad virtual, aunque, como era de esperar, con leyes y reglas que no son necesariamente el duplicado a nuestro mundo desenchufado.


Sobre la pluralidad de los mundos digitales

Hay quienes afirman que la visualidad de los entornos 3D popularizados por los videojuegos son el futuro, la web que se viene: la superación definitiva del sistema de ventanas. Se trataría de un paso más allá en nuestra concepción de visualidad, una encrucijada enunciada por el artista uruguayo Rhod Rothfuss en la década del ’40, cuando anunció la caducidad del “sistema de ventanas” reinante en la historia del arte desde el Renacimiento, momento en el cual el “formato cuadro”, imitando la abertura de pared, se impuso con la pintura como referencia central en las artes visuales.

Por lo pronto, la década que transitamos vio multiplicarse los escenarios tridimensionales en la web: de World of Warcraft a Habbo Hotel y RuneScape, de Club Penguin a Webkinz y Gaia Online, pasando por Guild Wars y Puzzle Pirates, entre tantos otros, más de una generación tuvo oportunidad de interactuar en internet, ya desde simuladores de la realidad o en distintas coordenadas de una ficción diseñada informáticamente.

No es casual que durante todo este tiempo un antropólogo como Marc Augé insista en que “se está instalando un nuevo régimen de ficción que afecta la vida social hasta el punto de hacernos dudar de la realidad. Inadvertidamente estamos pasando a la “ficción total”. Esta nueva repartición entre lo real y la ficción condiciona también la circulación entre lo imaginario individual (los sueños), lo imaginario colectivo (los mitos, ritos y símbolos) y la producción de obras de ficción”.


Cultura digital expansiva

¿Se trata de los mismos síntomas que sostienen las narrativas postautónomas, analizadas entre nosotros por la crítica Josefina Ludmer en los últimos años? Este es uno de los puntos fuertes de la discusión. Mientras que la virtualidad fue considerada durante siglos como un residuo de lo real, la irrupción del ciberespacio reubicó su posición drásticamente, dividiendo aguas: mientras para muchos “virtualidad” es ni más ni menos que aquello que se opone a lo “físico”, esto es, el estado más intangible de la materia, para otros implica una maravillosa invitación para expandir las posibilidades de la ficción (de lo ficticio) alterando de este modo nuestra percepción de la cotidianeidad.

Si, tal como lo afirma el teórico y programador ruso-estadounidense Lev Manovich (creador y difusor de los software studies) en su último libro editado a fines del año pasado, Software Takes Command, el código fuente atraviesa de una forma u otra todos los niveles de la cultura contemporánea, es probable que ciertos límites entre los físico y lo virtual se vuelvan más y más lábiles e imprecisos.

Tempranamente, en 1991, el escritor de ciencia ficción ciberpunk Bruce Sterling describió con minuciosidad en su texto Cibersuperstición, la fascinación que las computadoras causaban, como si se tratara de una “máquina mágica”, incluso en ingenieros especializados: “son creaciones temibles asociadas al misterio y al poder. Unas máquinas que realizan millones de operaciones por segundo son demasiado complejas para ser entendidas por cualquier mente humana”.
Erik Davis, ensayista y colaborador habitual de la revista Wired, especializada en cultura digital, fue otro de los que entonces investigó profundamente lo que dio en llamar tecnopaganismo: “una pequeña pero importante subcultura con un pie en la tecnósfera y otro en el mundo confuso y loco del paganismo”.

Las conexiones culturales resultan múltiples, incluso con anterioridad: Timothy Leary, en los ’60 el mayor gurú de las drogas psicodélicas, a mediados de los ’80 ya pregonaba que la revolución de las computadoras personales no eran sino la contracara de la psicodelia que explotó veinte años antes. De hecho, llegó a sugerir que el éxito de Steve Jobs (luego creador de la primera personal computer, así como también de la firma Apple, el iPod y las animaciones de Pixar) se debía básicamente al éxito de sus experiencias lisérgicas.
Tampoco deberíamos olvidar que el poeta hippie Richard Brautigan, en 1968, muy poco antes de grabar su disco de lecturas para Zapple (sello experimental de los Beatles), escribió y grabó un poema titulado All Watched Over by Machines of loving Grace que dice así

Me gusta pensar
(¡tiene que pasar!)
en una ecología cibernética
en la que libre de nuestros trabajos
y unidos de nuevo a la naturaleza,
de vuelta con nuestros hermanos
y hermanas mamíferos,
todos protegidos
por máquinas de amante belleza


El sello de los músicos de Liverpool quebró antes de editarlo, aunque de todas formas fue publicado dos años después bajo el título de Listening To Richard Brautigan por Harvest Records, una subsidiaria de EMI. (Hoy podemos escuchar una de estas versiones en Youtube).
Un potente caldo de cultivo estaba en marcha. Un fantástico imaginario tecnófilo señalaba el camino.


El lado oscuro de Second Life

Rebobinemos: mientras que Linden Lab sigue insistiendo en las bondades y ventajas de apostar a los negocios virtuales y al e-learning (aprendizaje electrónico) en este ambiente digital (un mundo creado por sus usuarios, según un slogan muy difundido) no hay más que husmear un poco en los listados de grupos existentes (disponibles para todo quien lo necesite) para darnos cuenta que no son pocos quienes utilizan Second Life como forma de experimentar con sus imaginarios más inconfesables, amparados por la mediación y el anonimato de un avatar (que oficia de complejo títere de diseño). De este modo, no son pocos los que se lanzan a explorar fronteras sociales que rara vez cruzarían fuera de la red.

Si bien es cierto que la inmensa mayoría utiliza su avatar sólo para dialogar o recorrer lands (entornos de simulación), cada vez parecen ser más aquellos que investigan, como dijimos, sus deseos más protegidos. No es menor el dato que una de las economías más potentes en el metaverso sea la de las escorts, la prostitución virtual, presente en diversidad de prácticas: desde rituales de inspiración antigua (las Peregrinas de Ishtar) hasta sexo alien y mutante en enormes naves basadas en obras del pintor e ilustrador suizo Hans Rudolf Giger. También se multiplican, día a día, los sitios y agrupaciones dedicadas al bondage y los más diversos fetichismos, muchos de ellos vinculados a fantasías góticas y vampíricas, no muy lejanas a aquellas obsesiones tecnopaganas anoticiadas por Davis.

Si en los primeros tiempos no existía la figura de “delito en el metaverso” (al punto que un avatar llamado Cally realizó un sonado defalco como presidente de un banco virtual, abandonando el software con varios millones de lindens, moneda de Second Life que posee valor convertible en dólares) en el otoño austral del 2007 comenzaron a denunciarse tanto casos de apuestas ilegales como de pederastía virtual, al punto que el FBI tomó cartas en el asunto.
Lejos de los pioneros sueños ciberhippies de Brautigan, un mundo de creación software también se define como vehículo fabuloso para las zonas más oscuras de la imaginación humana.


La felicidad de las distopías

No es que el siglo XX haya inventado las distopías (esto es, las utopías negativas) pero sin dudas fue perfeccionando el concepto y sus numerosos ejemplos. Al extremo de que no es difícil advertir una creciente predilección por ellas. Quizá, porque las distopías resultan más familiares, o porque es preferible aprender de un fracaso que ya se conoce bien.

Lo cierto es que el más mentado de los metaversos, Second Life, encuentra su origen en una distopía. Rosedale ha confesado en varias oportunidades que fue Snow Crash, novela ciberpunk del talentoso escritor Neal Stephenson, de donde sugirió la idea rectora de su programa. Sin ir más lejos, el término metaverso es un hallazgo de esta narración publicada originalmente en 1992. Esto no debería sorprender, dado que la idea de ciberespacio es producto de la distopía del escritor William Gibson, precursor del género ciberpunk con su libro Neuromante, de 1984.

Las distopías absorben y reformulan a las utopías. En tiempos de infoxicación (intoxicación de información) las utopías encuentran un espacio de pruebas inigualable en la virtualidad, que opera para el caso como una dimensión paralela que no clausura ni posterga el mundo físico que habitamos. De esta forma, los entornos digitales actúan como utopías de uso que incorporan el error desde su concepción.


Resulta evidente que los metaversos como Second Life producen efecto por fuera de la virtualidad. No sólo porque su moneda digital pueda convertirse en divisas tradicionales, o porque cotice en bolsa, sino porque avanzan sobre la memoria y la percepción, incluso cuando apagamos nuestras computadoras.

Fue precisamente William Gibson quien dijo “el futuro ya está aquí, lo que ocurre es que no ha sido equitativamente distribuido”, así como también “uno de los errores que nuestros nietos encontrarán en nosotros es nuestra distinción entre lo digital y lo analógico, lo virtual y lo real. En el futuro, esa diferencia será literalmente imposible. La distinción entre ciberespacio y lo que no lo es será inimaginable. (…) Ya no sabrás cuando estás adentro y cuando quedás afuera. Siempre vas a estar adentro, en una suerte de realidad moldeable. Uno sólo piensa en esto cuando ocurre un error y quedás desconectado.” Hasta que llegue ese momento, viviremos en un contexto de culturas anfibias, esto es, desarrollando distintas capacidades para habitar e interactuar en entornos y condiciones diferenciales, virtuales y analógicas.


Como es sabido, las narrativas ficcionales que conocemos fueron construidas en tanto procesos autónomos. Para decirlo de otro modo, la autonomía artística confinó las posibilidades ficcionales a libros, películas, pinturas, esculturas, esto es: a formatos bien establecidos. Pero ¿qué sucede cuando, como afirman analistas tan distantes como Augé, Gibson o Ludmer, las ficciones se encuentran desbordadas, expandidas más allá de la autonomía que las apuntaló durante largos siglos?

Aún discretamente, mundos electrónicos como Second Life (y otros metaversos) comienzan a poner en evidencia nuevas y complejas relaciones que dinamitan fronteras entre ficción y realidad, virtualidad y percepción.
¿No corresponde precisamente a la narrativa y a las artes, quienes proporcionaron los materiales que desde su origen rigen los mundos virtuales, hacer de estos nuevos repartos una fructífera zona de trabajo?