sábado, 23 de mayo de 2009

Ensayismo afterpop: Ibrahím Berlín


Repensar lo crítico

Dice ZYGMUNT BAUMAN en Vida líquida: «Pregunten a quien quieran lo que significa ser un individuo y la respuesta que obtendrán —tanto si viene de boca de un filósofo como de una persona a la que nunca le haya importado (y ni siquiera haya oído) cómo se ganan la vida los filósofos— será bastante similar: ser un individuo significa ser diferente a todos los demás»; idea que, a su vez, me lleva a replantear el pensamiento crítico, tristemente vinculado aún con la herencia de Frankfurt. Admitámoslo: la dinámica intelectual funciona como un juego de matrioskas, recreado este a título personal en función de la posición que cada cual ocupe en el mapa social, y en donde esa tendencia inmanente del sujeto a pensar distinto y rebelarse contra el establishment del momento debería hacer significar cosas diferentes al concepto de crítico. Verbigracia, crítico es GILLES LIPOVETSKY cuando a principios de los ochenta se arroja a contracorriente del lobby que entonces constituían las escuelas de la sospecha (BERTRAND RICHARD dixit), del mismo modo que ALESSANDRO BARICCO hace saltar algún que otro marcapasos cuando abiertamente denuesta de clisés tipo «1) la gente ya no lee; 2) quien hace libros, sólo piensa en el beneficio y lo obtiene» (Los bárbaros); o ELOY FERNÁNDEZ PORTA —consciente o no— aplasta en Homo Sampler a un TERRY EAGLETON con muy poco sentido del humor; ese mismo crítico de reflejos marxistas para el cual «Los estudiantes de clase media y habla serena se amontonan obedientemente en las bibliotecas para trabajar sobre temas sensacionalistas como el vampirismo o el arte de sacarse los ojos, los cyborgs o las películas pornográficas» (Después de la teoría), con todo el riesgo —de cara a mantener alerta las defensas frente a posibles ardides del mercado— que eso supone: sospechar que quienes están detrás de las producciones pop son seres intelectualmente lisiados.


Por qué soy un mal escritor

Piénsese en la —tan denostada por aquí— figura del crítico cultural que escribe novelas: cuando a lo que se dedica es a la ficción, ¿es posible que él mismo considere a cada instante estar desarrollando la mejor prosa que jamás se haya escrito nunca? No lo creo. Sinceramente, ese ensayista no tiene por qué ser necesariamente estólido, bobo, borderline, cretino, necio; de modo que igual que —suponemos— es consciente de las ventajas que presenta su obra novelística o bien constreñida al ámbito del relato, también debería ser conocedor profundo de sus errores, o, mejor dicho, carencias. No ha de ser interpretado esto como algo deshonroso, pues ninguna manifestación creativa puede ser perfecta per se, solo por el mero hecho de entrañar un coste de oportunidad, una decisión. Y es aquí donde uno se plantea por qué en ese acto autopromocional que son las presentaciones, los autores se afanan en connotar lo beneficioso y terapéutico de la lectura de su libro, como si el espectador que tiene enfrente aún no hubiera trasgredido la fase fálica de la que hablaba Freud. Por ejemplo, a estas alturas de “Lo llamaré piedra angular” habrá sabido advertir ya el lector que: a) Afectado por una notable esquizofrenia por la experiencia, el narrador es incapaz de perpetuar las historias; al contrario, meado en los pantalones, echa a correr calle adelante desnudo de madrugada, temeroso porque su ficción no llegue a buen puerto, y es entonces cuando cambia de canal y se justifica en la Zapping Culture; b) (Sigue de lo anterior) Manteniendo una misma voz narrativa, dirigirse a lectores virtuales harto dispares, pues qué tendrá que ver, preguntará curioso el seguidor de esta historia, las condiciones socioeconómicas que destilan capítulos como los dedicados a la figura de Lola Font, con aquellos otros que coquetean con el concepto afroamericano de Street-Lit. Es decir que mientras el lector implícito contenido en el primer caso es un modelno con clase, gozoso de pasear por Malasaña oyendo en su aparato de reproducción musical portátil canciones como “Bohemian like you”, de los Dandy Warhols, siempre dispuesto a volar a la capital británica para comprar un vinilo to’ chulo ahí; responde el segundo avatar a sujetos, digamos, como más de barrio, ¿no?; más hostiles; en definitiva, que saben lo que significa compartir un piso sin ventanas en barrios tipo Usera o Villaverde Bajo.


Y de ahí un caldo de conflicto entre quienes asumirán con mucho gusto los fragmentos de tipo barrio, y pasarán, haciendo pinza en la nariz con los dedos índice y pulgar, los de tipo modelno; y viceversa; c) Aprovechando el estado de indefensión en que se encuentran no solo los lectores, sino también teóricos de la literatura de alta alcurnia, incapacitados como están para sostener una definición mínima de la novela actual (uno solo es capaz de afirmar por intuición que Guerra y paz es una novela, si bien no sabe muy bien qué pensar cuando delante le ponen cosas como El almuerzo desnudo), el narrador de “Lo llamaré piedra angular” piensa: «Si tenemos en cuenta que el hilo narrativo ya no es el examen último para acreditar una estructura narrativa bajo el apelativo de novela, en la medida que ahora son igualmente válidos otra clase de hilos, como el topográfico, o incluso el conceptual; al restringir cada una de las pequeñas piezas que componen este texto de dudosa ontología a las Obsesiones programáticas berlinianas, estamos ya acotando el plan de acción —insistimos: conceptual— del corpus; ergo, ¡¡he aquí una novela!!» (¡!¡!¡!¡!¡!); d) Solo alguien demencialmente chalado y harto de meterse para el cuerpo novelas de ultimísima narrativa experimental ejpañola podría acometer, cual chulesco Cervantes —lanza bajo el sobaco— contra el señor De Gaula, una acidísima novela dispuesta a detonar los chistosos postulados-cuchufleta con que ha venido a defenderse una suerte de posmodernidad decadente, aunque, eso sí, con un aparataje teórico detrás de mírame y no me toques; e) En el número 300 de la revista Quimera (noviembre de 2008), Damian Tabarovsky distingue en un genial artículo, titulado “Teoría y novela”, tres tipos de escritores: los excesivamente teóricos («En la literatura reciente leemos a diario a nuevos novelistas benjaminianos, foucaultianos o derridarianos, pero también a otros —más clásicos— que imaginan a sus libros como monumentales denuncias contra las injusticias de la pobreza, el drama de las víctimas o las atrocidades de las dictaduras»), los insultantemente nada teóricos («El relato ramplón que cuenta una historia lineal (introducción-desarrollo-conclusión), la literatura de congresos de detectives, de enigmas policiales en claustros universitarios, de hombres casados, de sufrientes humanistas centro europeos, de psicólogos que narran casos clínicos, de amores entre un entusiasta japonesa y un almirante inglés.»), y el justo medio («es tiempo de volver […] a la novela como pequeña teoría no declarada.») Por supuesto, un servidor se sitúa en el aberrante caso uno.

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